La politización eclesiástica de la moral
No estamos muy dispuestos a trazar una línea divisoria clara entre moral y política aquellos que pensamos que la ética no es simple cuestión individual, sino que, al incluir siempre a los otros, tiene necesariamente una dimensión social, además de una pública, ya que las instituciones configuran no pocos de los comportamientos que legitima la moral. La jerarquía eclesiástica, en cambio, se atribuye el poder diferenciar con la máxima nitidez la política de la moral: en la primera, se quiere neutral; en la segunda, al expresar, sencillamente, la voluntad de Dios, categórica e inapelable.
No obstante tamaña pretensión, para poder subsistir a lo largo de los siglos no ha tenido otro remedio que reintroducir la política como si fuera palabra de Dios. A veces lo ha hecho de forma harto sutil; otras de manera bastante burda, como en el caso de la última carta pastoral de los obispos de Bilbao, Vitoria y San Sebastián. No hará falta insistir en que nadie debe impedir a un ciudadano, o a una corporación, que tenga ideas políticas y las defienda; al contrario, es uno de los derechos, y yo diría hasta una de las obligaciones de la convivencia democrática. Lo inadmisible es que venda la política como expresión de la moral eterna; indigna que trate de darnos gato por liebre.
Sacar a la superficie los supuestos políticos que subyacen en la pastoral tiene la doble finalidad de poner, en primer lugar, de manifiesto una ambivalencia, tan vieja como consustancial con la Iglesia, hasta el punto de que pudiera ser que los obispos no sean ni siquiera conscientes de ella. Segundo, discutir esta política, como lo que es, cuestión opinable, dejando claro tanto los puntos de coincidencia como los de disenso.
Que se trata de política y no de moral basada en la fe, algo que debería ser obvio al menos informado en teología, no lo es tanto, a juzgar por una carta escrita por 'el equipo de responsables pastorales de las parroquias de San Juan Bautista de Basozelai, San Ignacio del Calero y San Pedro Apóstol de Basauri' que se leyó ante los fieles, imagino que no habrá sido la única, y que me ha enviado, sin ocultar su entusiasmo, un buen amigo, cura de Basauri, en la que se congratulan de la pastoral, al estar de acuerdo con los obispos en unos puntos, tan elementales e indiscutibles, como la condena de la violencia terrorista de ETA, o la solidaridad con las víctimas del terrorismo o con los amenazados de muerte, o el ataque directo a la democracia que significa los atentados contra los concejales. Muestran también su asentimiento con otros, ya claramente políticos, sin que subrayen el carácter opinable de los mismos; antes al contrario, agradecen 'este sensato, iluminador y profético posicionamiento'.
Vayamos a la carta pastoral de los obispos. Empiezan diciendo que 'nuestra sociedad anhela la paz y sufre por no tenerla', lo que supone ya un diagnóstico de la situación, enormemente ambiguo y, por lo demás, discutible. La ambigüedad radica en huir de una calificación positiva y dejar que el lector pueda concluir que, si no tenemos paz, es porque vivimos en guerra. Pero a nadie se le oculta que esta interpretación sólo la sacaría ETA y su entorno, que, en efecto, se sienten combatientes en una 'guerra de liberación' del pueblo vasco contra dos potencias extranjeras, España y Francia. El estado de guerra se opone a la paz, pero no sólo, hay situaciones intermedias en las que no se goza de la paz sin estar por ello en guerra. Desde luego que los obispos no hablan de guerra, únicamente de un 'anhelo de paz' que en un mundo en el que prevalece la violencia y la injusticia desde mucho antes de que en las bienaventuranzas Jesús ensalzase a 'los que buscan la paz', no han faltado nunca sobre la Tierra. Siempre ha habido y habrá quienes anhelen la paz y sufran por su ausencia, sobre todo si la entendemos 'como amplia justicia y reducida violencia'.
Desde una generalización que bien pudiera servir para describir la historia de la humanidad desde sus comienzos, pero que deja en la penumbra los hechos que caracterizan a la situación vivida, podría asombrar que se dé un salto a lo concreto y se señale que el obstáculo principal a la anhelada paz sea el desacuerdo de los partidos, debido a una grave incomunicación. Todo se arreglaría hablando. 'El diálogo es la avenida que conduce a la plaza mayor de la paz. Cerrarse al diálogo equivale a renunciar a la paz verdadera que no consiste en la victoria, sino en el acuerdo', con lo que queda claro que los pacíficos son los que se abren al diálogo, y los que se niegan a hablar, los responsables de que no se alcance la paz. Un 'diálogo paciente', sin que nadie tenga por ello que claudicar, 'puede aproximar efectivamente las posiciones de los interlocutores'.
Nadie negará sabiduría a esta invitación a dialogar, base de la convivencia democrática, que lamentablemente la Iglesia no aplica a las relaciones entre los fieles y la jerarquía, pero no deja de ser escalofriante que los señores obispos hayan podido describir la situación ('anhelo de paz') y darle remedio ('diálogo'), que en política significa negociación, sin aludir al terrorismo. Porque lo que define la situación en el País Vasco no es tan sólo la situación de injusticia y violencia que ha vivido siempre la humanidad, ni la de una 'guerra de liberación', con el consiguiente 'anhelo de paz', sino el hecho concreto de que un grupo armado, con el apoyo de una parte minoritaria de la población, mata, extorsiona, anula o restringe las libertades de otra parte, aterrorizando al conjunto de la sociedad que cree poder salvarse, mirando a otro lado. Y lo más específico de la situación es que los terroristas y su entorno se creen legitimados por haber sacralizado el fin que persiguen, la independencia de Euskadi. Una parte del pueblo cristiano, al sustituir a Dios por la patria, ha caído en el pecado más grave, el de idolatría, y la Iglesia calla. Mi admirado Rafael Aguirre ha puesto de relieve la dimensión teológica que hubieran tenido que tomar en cuenta los obispos. 'Esta pastoral calla sobre problemas decisivos que afectan a la Iglesia de un modo muy directo. Me refiero a la existencia de un nacionalismo absolutizado, convertido en ideología idolátrica, al que hay que entregar la propia vida y, por supuesto, la de los demás'. La situación que vive el País Vasco se define por el terrorismo de unos pocos que lo emplean para lograr objetivos políticos, en sí legítimos en una democracia. No partir de esta constatación, hablando de ambiguos anhelos de paz, significa no querer enterarse de lo que ocurre, tergiversar la realidad.
Del terrorismo se habla, una vez que se ha hecho el diagnóstico y se ha ofrecido la terapia, en el capítulo segundo, que lleva por título 'La paz es incompatible con el terrorismo'. Aun así, se empieza afirmando que 'muchos son los enemigos de la paz', pero sin mencionarlos expresamente, una ambigüedad intolerable, justamente, cuando lo fundamental es identificarlos. ¿Cómo vamos a poder alcanzar la paz si el único enemigo que se cita es ETA, dejando al lector que imagine los otros? Incluso antes de condenar de manera clara y contundente la violencia de ETA -¡faltaría más!-, se nos advierte que 'la durísima violencia de ETA no ofrece visos razonables de cancelarse próximamente'. Otra vez la maldita ambigüedad: claro que nadie piensa que 'próximamente', aunque sería decisivo concretar, si se tiene en mente una semana, un mes, un año, o un plazo más largo. Y ello porque 'en comunicados recientes anuncian su próposito de mantenerla'. Implícito queda que ETA seguirá matando mientras lo considere oportuno. Fuera del horizonte que divisan los obispos queda la posibilidad de que con una buena combinación de medidas políticas y policiales ETA desaparezca en un plazo prudencial. Excluir de antemano la derrota de ETA implica tener que 'anhelar la paz' hasta el día que se negocie con los terroristas las condiciones de la independencia. No es difícil sobreentender que entre los enemigos de la paz está también el Gobierno de Madrid, que no parece dispuesto a negociar con ETA, aunque se reconozca que ésta 'constituye, en fin, un fortísimo obstáculo para que los desacuerdos políticos existentes en nuestra sociedad se planteen correctamente y se aborden serenamente'.
Surge, por fin, aunque de pasada, la cuestión principal, que consiste en saber cómo se puede eliminar este 'obstáculo' que, efectivamente, constituye el único problema; todos los demás son secundarios y resolubles por medios democráticos. Pero otra vez queda en la penumbra la cuestión principal, así como las implicaciones que conlleva guardar silencio. En efecto, muchas y muy diferentes son las fracturas de la sociedad vasca, la que mencionan los obispos -'unos se sienten sólo vascos, otros solamente españoles; otros más vascos que españoles, otros más españoles que vascos; otros, en fin, igualmente vascos y españoles'-, pero también la que se muestra entre los que consideran que el único problema consiste en eliminar el 'obstáculo' sin claudicar ante ETA, porque en ello nos va la libertad, y no hay paz que valga sin libertad, y los que, junto con el PNV y los obispos, creen que para eliminar el 'obstáculo' no hay otro camino que el de la negociación bajo la presión del asesinato y la extorsión.
Tan obvio como la condena del terrorismo es que no todo vale contra él. Me alegro de que al fin sea doctrina de una Iglesia que calló, cuando no alentó, durante y después de la guerra civil, la represión salvaje del régimen de Franco. Dadas las experiencias dolorosas de un pasado reciente, y no sé hasta qué punto pudieran ser presente, tal vez no sea ocioso repetir que contra el terrorismo se han de utilizar todos los medios que 'sean moralmente lícitos y políticamente correctos', es decir, que estén en consonancia con el respeto de los derechos humanos y del Estado de Derecho.
La Ley de Partidos Políticos no se puede despachar en unas líneas, exige un tratamiento aparte; lo único que sorprende es que los obispos abandonen ya sin tapujos el plano de la moral para entrometerse en el político: repito, tienen todo el derecho a hacerlo, pero enseñando sus opciones y no vendiéndolas como si fuesen de origen divino. Lo que sí me parece un sarcasmo hiriente para las personas que sufren las amenazas de ETA es que los obispos arremetan contra la ley apelando al bien de los perseguidos: 'Más bien nos tememos que tal seguridad se vuelva, lamentablemente, más precaria'. 'No somos, ni mucho menos, los únicos que albergamos esta reserva cautelosa'. Con los señores obispos la comparten una buena parte del espectro nacionalista, que parece el único en el que se inspiran, pero hubiera valido la pena que hubieran hecho una encuesta entre los amenazados para saber lo que piensan las posibles víctimas. A los pocos a los que les he podido preguntar, apoyan la ley con una esperanza enteca de que se debilite el entorno de ETA y con ello la operatividad de la banda. De mí tengo que decir que, habiéndome inclinado desde un principio a la tesis de la inoportunidad de la ley -refuerza la idea de que nuestra democracia es poco consistente, a la vez que en la clandestinidad podría crecer aún más el nacionalismo extremo-, la conversación con algunas personas que viven la angustia de estar amenazadas por ETA me ha llevado a ser mucho más precavido en este tema.
Un amigo vasco, empresario, que se resiste a pagar el 'impuesto revolucionario', me decía que la pastoral tiene la virtud de distanciar aún más a la Iglesia de la derecha política. 'Somos más europeos, al tener una derecha cada vez más laicista; la izquierda hace ya siglos que se perdió. Y esto será bueno para España, para el País Vasco y para la Iglesia'. En paisaje tan desolador, no faltan los que albergan todavía alguna esperanza.
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
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