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GUIÑOS
Columna
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'Bilbao-Gráfico'

El número de revistas gráficas que se han publicado en el País Vasco parece no agotarse nunca. De manera regular, mi buen amigo Cutín, fino mercader de la Plaza Nueva, o generosos lectores me hacen llegar algún ejemplar, e incluso colecciones enteras, de estas publicaciones en las que siempre se encuentran aspectos icónicos de interés. Un ejemplo de ello es el semanario Bilbao-Gráfico, cuya referencia nos llega desde 1921, año en que inició su publicación. Muy al estilo de la época, su formato era algo mayor que un folio. Desde la primera hasta la última página dibujos y fotografías jugaban papel principal. Su director era José Ribera Font y la redacción y administración estaban en el Majestic-Hall de Gran Vía, 34. Costaba 50 céntimos y se presentaba como una segunda época de Garellano, un título con cierto carácter benéfico y solidario con los soldados del regimiento del mismo nombre que luchaban en Marruecos. El cambio de nombre supuso también otras transformaciones para adecuarse a un mercado cada vez más exigente. Por un lado, mejoró la calidad de papel de imprenta para reproducir las fotografías con mayor nitidez. Las portadas llegaban a utilizar tres colores cuando se trataba de dibujos.

Las innovaciones en Bilbao-Gráfico no sólo afectaron a los aspectos técnicos. Al estilo más rompedor de nuestro tiempo, incorporó a su equipo de redacción la figura del director artístico, encargado del diseño y conformación de los aspectos visuales de la revista, una figura laboral de gran calado que todavía no ha proliferado lo suficiente en este nuestro siglo XXI. El nombramiento recayó en Román Bonet, cuyos dibujos se habían publicado por toda España, especialmente en Cataluña, donde dejó su estudio para instalarse en Bilbao. Su llegada fue noticia en los diarios locales y la revista le dedicó una de sus páginas. Era un comentario titulado El retorno de Bon, seudónimo con el que firmaba sus trabajos. Se acompañaba de tres fotografías donde se podía ver el lugar de trabajo del artista y su retrato de perfil, redondo, en forma de medallón.

Con la incorporación del flamante director artístico a sus funciones el impacto visual de la revista mejoró de forma considerable. Si bien las fotografías y dibujos podían encontrarse en cualquiera de sus 24 páginas, mayormente se concentraban en un cuadernillo central en papel satinado, más apropiado para el lucimiento del fotograbado. Las composiciones no buscaban riesgos que fuesen más lejos de las vistas frontales a la altura de los ojos. El diseño se atrevía a montar unas sobre otras o incluso romper su formato rectangular para presentarlas con distinta figura geométrica, generalmente ovalada. Podían darse a una o doble página para resaltar su espectacularidad o, buscando este mismo efecto, se envolvían en orlas de motivos florales con ecos art déco.

En este contexto convivían dos tipos de fotografía. Aquellas consideradas artísticas que correspondían a poses preparadas por el autor o tomas realizadas en estudio. Ejemplo tenemos en la composición de J. M. Buerba titulada Coquetería rusticana, en la que una niña con pies descalzos, en el campo, sentada sobre un cesto de paja y sonriendo de manera exagerada, mira frontalmente a la cámara en un plano de cuerpo entero.

Otra categoría eran las instantáneas, más despreocupadas de los detalles compositivos. Con un carácter propiamente informativo daban cuenta de los bailes populares en las fiestas de la Magdalena en Plencia, la charlotada taurina de Motrico, la guerra en el norte de África, excursiones de escolares, la visita de la Reina Victoria al hospital de la Cruz Roja en Santurce o la boda de algún notable.

Si bien en este último tipo de fotografías la firma del autor no estaba generalizada cabe recordar los nombres de Ojanguren, Casa Amado, Espiga, Pelaez-Ayala, Leony desde el frente de guerra en Marruecos o Rol para las que llegaban del extranjero.

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