La concertación, por la borda
Negociación, concertación, convenios: éstas son las palabras clave sobre las que han girado las relaciones laborales en los últimos años. Si se juzga por sus resultados, el balance ha sido netamente positivo. Desde 1996, todos los indicadores han mostrado un comportamiento favorable, de esos que satisfacen a Gobierno, empresarios y trabajadores, pues se trata de un sistema en que el acuerdo prevalece sobre el conflicto: hay vigentes alrededor de 5.000 convenios que afectan a más de un millón de empresas y que abarcan a cerca de nueve millones de asalariados, más del 80% del total.
Sobre esta base de negociación y acuerdo hemos asistido a un largo ciclo de creación de empleo. Desde 1996, el número de ocupados ha subido de forma espectacular, de 12,6 a 16 millones, cerca de 3,5 millones de nuevos ocupados en un país con ritmo lento de crecimiento: ni en los años del célebre desarrollo se creó tanto empleo. Con más convenios y más empleo, ¿se habría incrementado también el número de los que se contentan con vivir del cuento o del subsidio? De creer al presidente del Gobierno, así habría sido, puesto que se sintió urgido a terminar de un manotazo con los abusos. Pero lo cierto es que ha ocurrido todo lo contrario: desde la última huelga general, el gasto social por desempleo ha caído de 2 a 1,38 billones de pesetas.
Entonces, ¿por qué cantar el trágala a unos sindicatos tan proclives a la concertación y establecer por decreto recortes en las prestaciones por desempleo? Seguramente, porque el Gobierno pensaba que, tratándose de parados, los sindicatos no serían capaces de movilizar a una población asalariada que, entretanto, ha sufrido una profunda transformación: de los 16 millones de ocupados, nada menos que 10 millones lo están en servicios, un sector menos propicio que la industria y la construcción a las grandes movilizaciones. Si los sindicatos sufrían una estrepitosa derrota, el Gobierno, que goza ya de manos libres en el Parlamento, las tendría también para reglamentar a su antojo el mercado de trabajo y las relaciones laborales.
No ha sido así: los sindicatos no salen laminados de esta confrontación querida por el Gobierno. Más aún, el notable seguimiento de la huelga en algunas ciudades, o en sectores como la industria y la construcción, junto a las manifestaciones que cerraron la jornada en Barcelona, Sevilla o Madrid, han restablecido la autoestima sindical. Aunque no fuera más que por esto, el error político de empujar a los sindicatos a la convocatoria de una huelga general debería ser corregido de inmediato y el Gobierno, que ha llevado la iniciativa en todo el proceso, tendría que buscar la forma de volver a la política de concertación.
La reacción gubernativa no permite, sin embargo, abrigar una razonable esperanza de que vaya a ser así. Por un lado, el Gobierno tilda la huelga de fracaso y presenta unas estadísticas provocadoras, insultantes para la inteligencia y los sentidos de los ciudadanos. Peor aún: el Gobierno propaga esas estadísticas con la intención de cargar el supuesto fracaso no sobre los sindicatos, sino sobre Rodríguez Zapatero. Si esto no es una majadería más de las muchas que últimamente prodigan unos ministros ensoberbecidos, habría que sospechar que lo que pretende el Gobierno es arrojar la concertación por la borda convirtiendo la acción sindical en acción política para echar luego la culpa al líder de la oposición, a quien el listo de turno ha llamado, en un alarde imaginativo, huelguista fracasado.
Todo lo que se había progresado, no sin grandes trabajos y algún quebranto, en política de concertación y en separación de sindicatos y partidos se tira a la basura con el propósito de cobrarse dos piezas de una sola tacada, sindicatos y oposición. Que el vicepresidente y ministro de Economía se preste también al juego con esa bobada de que el resultado de la huelga es el peor fracaso del PSOE en los últimos veinte años, confirma que el Gobierno no ha aprendido nada de su incomprensible empeño de echar un pulso a los sindicatos. No sería extraño que, después de la huelga, pretenda tensar de nuevo la cuerda en la seguridad de que se romperá por el lado más débil. Cuídese, no vaya a ser que, al romperse, acabe él también de bruces por los suelos.
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