Rojos
El 20 de junio fue un día de muchos rojos. En las historias de la vida democrática, conviene que el principio coincida con los principios. Si empezamos por el principio, o por los principios, tendré que hablar primero del rojo de las banderas. Cuando la noche trasnocha y se pasa de hora, la luz del amanecer rompe en el cielo como una copa de vino. Ese es el rojo de las banderas, sobre todo si se mezcla con los domingos laicos de los almanaques que cuelgan en las paredes de las oficinas, las fábricas y los apartamentos de los estudiantes. Tienen razón los que dicen que el rojo de las banderas y las huelgas es un color trasnochado, porque uno puede ver el amanecer cuando se trasnocha. Más que del pasado, las opiniones sobre la luz trasnochadora dependen de las intenciones que cada cual tenga para el futuro. No es lo mismo irse a descansar que acudir al trabajo con la noche a cuestas.
En segundo lugar, que es siempre un segundo principio, habrá que hablar de unas calles marcadas por el calor, un sol fuerte de esos que ponen roja la piel. El rojo de la piel pertenece a los bañistas desprevenidos y a los cuerpos que se ganan la vida en el campo, con subsidio o sin subsidio. La memoria conserva la cara de los antiguos campesinos, una intemperie rojiza y quemada.
El día 20 de junio miles de cuerpos volvieron a su casa con la piel roja por el sol de la intemperie, después de haberse pasado el día con una bandera roja en la calle. El gobierno afirma que fueron cinco o seis, pero es que este gobierno, por su cercanía con la iglesia, tiene problemas a la hora de contar los cuerpos. ¿Sabe alguien cuántos obispos hay en España? Las cifras son también discutibles en este caso, porque nunca se sabe dónde empieza o dónde acaba el reino episcopal. Donde menos se piensa, salta un obispo.
Las informaciones sobre la huelga impusieron más tarde el rojo de la vergüenza, ese rojo que baña la cara de los malos mentirosos. Y de la vergüenza ajena. Quien saliese a la calle para ver la realidad con sus propios ojos, sabe ya que el presidente y sus ministros mienten con un absoluto descaro. No son ilusos, son ilusionistas que convierten una ciudad cerrada en una fábrica de japoneses laboriosos. Solucionan de un solo golpe el problema del paro y el bajón del turismo. Por un día nos transformaron a todos en turistas mágicos, japoneses armados con máquinas fotográficas. Disparamos sobre una multitud, y al revelar la foto aparece un obispo solitario o un obrero melancólico. Para superar el viejo dilema de lo uno y lo diverso, el gobierno pide que no consten en acta los detalles de la realidad. Y para eso dispone de los periodistas, que han hecho saltar el rojo de las alarmas, el último rojo al que quiero referirme. Supongo que hoy es difícil ser periodista en España sin sentir una vergüenza alarmada. La dictadura mediática forjada por el gobierno nos indica claramente que el tiempo de la democracia está a punto de consumirse. Parece que el proyecto neoliberal encabezado por Aznar ha decidido olvidar sus principios y está dispuesto a prescindir de la libertad de información. La alarma roja nos indica que vivimos una situación de emergencia democrática.
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