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Tribuna:UN BARRIO EN CRISIS
Tribuna
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Los otros inmigrantes de Lavapiés

Llegaron en los años cincuenta, empujados por diversas circunstancias sociales, y eran los niños de la guerra civil ya crecidos y veinteañeros. Los que se refugiaban en Lavapiés solían ser provincianos con algún oficio o preparación que les permitía incluso aspirar a ser dependientes de comercio. La inmigración más baja en Madrid andaba por los suburbios en lo que iba a ser el Pozo del Tío Raimundo, del Padre Llanos, y similares.

Nada tenían que ver los inmigrantes con los estudiantes de provincias que venían a la Universidad madrileña, de los que habla Juan Benet en su Otoño en Madrid hacia 1950, y que se hospedaban en los colegios mayores o en pensiones de barrios de más nivel social. Por ejemplo, Luis Martín-Santos, cuenta Benet, residió en aquel 'tiempo de silencio' en una pensión de la calle del Barquillo, esquina de la calle de Prim, y en una habitación particular.

En las plazas o plazoletas no hay sitio para los viejos, que protestan entre ellos
Los serenos te abrían el portal por las noches, y las calles eran tranquilas y seguras

Las pensiones de los que buscaban trabajo estaban, en el mejor de los casos, en los barrios bajos y eran más baratas, y más que pensiones eran domicilios de familias en apuros que se apretujaban en una parte de la casa para alquilar alguna habitación con dos o tres camas y hasta con cuatro, en donde se metían los pueblerinos en busca de una nueva vida. Habían llegado en trenes de humo y carbonilla, siempre, más o menos, con hora y media de retraso.

El decenio de los cincuenta fue el tiempo en que la España malherida de la posguerra empezó a cambiar al menos de postura en aquella Unidad de Vigilancia Intensiva del Régimen. Gracias a la guerra fría entre Estados Unidos y el comunismo soviético, se empezó a ablandar el aislamiento internacional contra la dictadura. Ingresamos en organismos de las Naciones Unidas y hasta nos llegaron créditos norteamericanos y hubo un Plan de Estabilización en el que empezaron a moverse los tecnócratas del Opus, algo calvinistas ellos, y se dieron dos fenómenos sociales cuyas consecuencias no se preveían: los jóvenes españoles emigraban de sus pueblos sin porvenir y los turistas extranjeros venían de sus países sin sol.

Pues bien, esos pueblerinos que en aquella incierta desbandada fuimos a parar a Lavapiés nunca olvidaremos (nunca olvidaré) el barrio madrileño y sus gentes. Todos los tópicos sobre el Madrid acogedor y el aire vivo de sus chicas se quedarían cortos... Y los serenos te abrían el portal por las noches y las calles eran tranquilas y seguras. Esta realidad puede tener diversas interpretaciones, pero era así (no puede compararse aquello con la tragedia, por ejemplo, de esa Mujer invisible que en el teatro del Círculo de Bellas Artes representa con emoción la actriz brasileña Rita Siriaka y que cuenta lo que es llegar hoy sin papeles desde el África subsahariana a cualquier país europeo).

Y la nostalgia me hace volver de vez en cuando por las calles de Lavapiés. Y no puedo evitar, aparte de la melancolía, no sé cuántos sentimientos contradictorios. Ahora me parece que estoy en alguna ciudad marroquí. Pero también me cruzo con ancianas que se mueven con dificultad por la acera. Y me suenan las caras de estas ancianas. ¿Son las caras de aquellas chicas de los años cincuenta? Me imagino que, casadas o solteras, se han quedado solas en los pisitos que heredaron de sus padres en Tribulete, en Sombrerete o en la misma calle de Lavapiés. Y todo se ha deteriorado. También los pisos. Y los vecinos con posibles se han ido a otros barrios con aparcamientos y con menos delincuencia.

Entonces, en los cincuenta, enfrente del piso de la señora Rita, en el que yo estaba alojado, vivía la señora Pili, y a mí se me conocía en el entorno como 'el mañico', y en el bajo vivía una chica de mirada inolvidable que se llamaba Julita. ¿Es esto un ensueño? No sé. Pero ahora, los que quedan, en bastantes casos, comprueban que los pisos de enfrente, de abajo y de arriba los tienen alquilados inmigrantes de distinto color y acento, y que docenas de ellos malviven en cada piso, y que las calles a deshora son un peligro cierto. Y en las plazas o plazoletas no hay sitio para los viejos del barrio, que protestan entre ellos y miran desde las esquinas los bancos llenos de jóvenes magrebíes.

Mientras tanto, una representante del municipio, en plan acogedor, pronunció un discurso festivo, además de en español, en árabe y en chino. Y se ganó una bronca. Y es que la derecha, la izquierda, los políticos y los curas hablan, en diversos tonos, de solidaridad y previenen contra el racismo. Tienen razón. Pero no pocos vecinos de Lavapiés (entre ellos, las chicas y los chicos de los cincuenta que quedan allí) son ancianos con escasa pensión y en sus rostros se advierte la contradicción y la soledad. Ellos eran otros inmigrantes. Y éste, para bien o para mal, es otro Lavapiés. Sin remedio a la vista.

José Luis Perez Cebrián es periodista.

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