Desencanto en el vecindario
Cuesta creer que sea Lourdes Ortiz, una veterana escritora que ha probado fortuna con la narrativa, poesía y teatro (y que hace años, incluso, escribió una estimable novela policiaca, Picadura mortal, creo recordar, contribuyendo, entonces, a 'aclimatar' el género en la narrativa española femenina: aquello duró dos veranos), la que firme esta extensa y fatigante novela que tiene todos los defectos, y algunas virtudes, de una principiante. Tiene hechuras Cara de niño de novela policiaca y, sobre todo, de denuncia social, de muestreo de las diversas hipocresías morales de esta sociedad, y en ese sentido muestra una considerable ambición: el meterlo todo, el detenerse, con empecinamiento de debutante, en las vidas de absolutamente todos los personajes, por muy episódicos que éstos sean, lo que frena perceptiblemente la acción. Ese demorarse, con un estilo rutinario y reiterativo, en las conductas de cada uno de ellos acaba produciendo el mismo efecto paralizante de la arena en las ruedas de un mecanismo preciso. Lourdes Ortiz ha querido abarcar mucho, con esa imprudencia de principiante (que no es su caso), y ha cargado de contenido de denuncia social todas y cada una de las muchas conductas humanas que brotan de estas cuatrocientas y pico páginas.
CARA DE NIÑO
Lourdes Ortiz. Planeta. Barcelona, 2002 415 páginas. 18 euros
Pero la mayoría de las vidas que aquí se nos presentan son predecibles, como sus historias que de ser predecibles acaban siendo prescindibles. Hay personajes que de tan tópicos que son se vendrían abajo si no fuera porque se sostienen malamente apoyándose en el quicio de la página. Véase, si no, el delirante y tópic(az)o monólogo de una mujer (fría, a la fuerza ahorcan) abandonada en el tálamo por su esposo que prefiere gozar de un 'cara de niño', aunque a ella el socio de su marido le haga tilín. Véase, si no, el delirante y tópic(az)o monólogo de la enfermera del doctor enamorado del 'cara de niño' que a su vez 'bebe los vientos' desde su soledad de solter(on)a por él. Y así. Se vislumbra, sí, una condena de ciertos comportamientos hipócritas de nuestra sociedad, vistos desde ese desencanto enmascarado de ironía o cinismo con el que simpatiza generacionalmente Lourdes Ortiz (y ahí no aparece la debutante), pero todo ello está tratado casi, casi con lenguaje y maneras de novela sentimental, o sea de culebrón televisivo, y con poca voluntad (literaria) de trascender.
Como hay muchos temas
abiertos (desde mafias de la Europa del Este hasta fraudes en las clínicas de adelgazamiento para ricos), Ortiz para hacerlos circular y que no se le atasquen recurre al monólogo mediante un lenguaje expresivo muy pobre que acaba contaminando su propia narración, que está trufada con un exceso de signos de admiración y una acumulación de información innecesaria que, ya digo, ralentiza la acción y fatiga la lectura. Es como si a Lourdes Ortiz se le hubieran sublevado todos sus personajes (incluso El Irlandés y Chavi, y hasta Verónica que quiere ir a abortar a Londres, vaya por Dios) y le hubieran exigido más de una frase. Y Lourdes Ortiz, con generosidad de principiante, les ha dado frase, y parrafadas, y parrafadas. Al único personaje que ha permitido que se le fuera casi sin estrenar es, paradójicamente, quien me parece que podía haber resultado más interesante. Me refiero, claro está, a Mamá Loli, pero me temo que por los ojos de Mamá Loli miraba Lourdes Ortiz y no se ha atrevido. Qué lástima.
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