Ahora, un ancla
Desde que Argentina decidiera en enero acabar con la convertibilidad y dejar al peso flotar, la moneda argentina ha perdido el 75% de su valor frente al dólar, a pesar del férreo control de cambios y de una caída del 46% del nivel de reservas internacionales. En el mismo periodo, la inflación ha aumentado un 26%, pese a que casi la mitad de los componentes del índice de precios -los servicios públicos- tienen sus tarifas congeladas. La economía real se encuentra en caída libre, con los niveles de actividad desplomándose -la producción industrial se contrae hasta marzo un 17%- se destruye empleo y los salarios nominales están congelados. El empobrecimiento fulminante de la sociedad argentina se puede resumir en un único dato: en apenas tres meses, los argentinos han perdido dos tercios de su renta per cápita.
La única solución que puede funcionar es aquella que le dé a la gente lo que la gente quiere: la posibilidad de mantener su ahorro en dólares
La magnitud de esta tragedia social debería hacer reflexionar a todos aquellos que defendieron que dejar de pagar la deuda y devaluar el peso eran suficientes para acabar con la recesión en la que Argentina se embarcó a partir de 1998. Hubiera esperado que quienes en su día presentaron esquemas sofisticados de pesificación hoy nos estuviesen explicando por qué aquellas ocurrencias no han dado los frutos buscados: se devaluó para evitar las pérdidas de reservas y hoy éstas apenas llegan a los 10.000 millones, se pesificó para evitar la quiebra del sector privado y éste está no ya en la cubierta del Titanic, sino en la sala de máquinas del Kursk, se consideró que una ratio de deuda pública sobre el PIB del 54% era insostenible y hoy ha saltado por encima del 100%.
¿Qué ha fallado? Aún admitiendo que desatar la tormenta perfecta por la que atraviesa la Argentina requiere de más de una causa, entre todos las razones políticas y económicas creo que hay una que destaca: el inmenso error de soberbia que supuso creer que con meras leyes se podía pesificar todo, incluida la mente de los argentinos. Años de turbulencias económicas sin cuento han asentado en la sociedad argentina, por algo bastante parecido a la defensa propia, la 'funesta manía' de pensar y ahorrar en dólares. Soñar que una ley, de la noche a la mañana y precisamente en mitad de una crisis económica sin otro precedente que la Gran Depresión del 29, iba a cambiar esta situación drásticamente era, cuando menos, una ingenuidad. Con el problema añadido de que conllevaba costosísimas implicaciones prácticas: una vez despojados por ley de sus saldos reales en dólares, era más que previsible que los argentinos se lanzaran a recomponer su nivel de riqueza en 'billetes verdes' y tratasen, casi independientemente del precio, de cambiar sus no deseados pesos por dólares, llevándose el tipo de cambio a las nubes. La historia económica de Argentina nos ilustra que al final de estas espirales de devaluación lo que se suele encontrar la hiperinflación, un horizonte que no es precisamente el más propicio para mejorar las expectativas y la confianza, ingredientes básicos de cualquier recuperación económica sostenible.
No resulta, pues, de extrañar que los argentinos -y los analistas externos- hayan llegado a la conclusión de que para estabilizar la economía previamente haya que estabilizar el tipo de cambio del peso. Incluso el FMI se ha sumado a la idea y ha pedido la urgente adopción de un ancla monetaria que estabilice el tipo de cambio del peso. Algo más fácil de reclamar que de producir, sobre todo en un país que recientemente ha adoptado decisiones que han devastado concienzudamente la credibilidad de cualquier compromiso, y muy especialmente de todos aquellos que asuman las autoridades políticas y económicas. No tengo duda de que en los próximos días sobre las mesas de los despachos oficiales se acumularán propuestas y ocurrencias sobre qué tipo de ancla habría que adoptar. Algunas serán clásicas -adivinen quién la va a proponer- otras innovadoras, algunas nostálgicas -la reintroducción de la conver-tibilidad- y otras directamente impracticables por razones económicas o políticas.
Pero si uno mirase hacia atrás tendría la tentación de asegurar que la única que puede realmente funcionar es aquella que le dé a la gente, lo que la gente quiere: la posibilidad de mantener su ahorro en dólares. El único problema es que eso es lo que tenían todos los argentinos hace unos meses: un sistema bimonetario. Kavafis decía que lo importante no era llegar a Ítaca, sino el viaje. No creo que los argentinos estén de acuerdo porque en esta ocasión el viaje de ida y vuelta les ha costado dos terceras partes de su riqueza. Vamos, que han hecho un pan con unas tortas.
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