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Bancos, teatros: la realidad subvertida

El descrédito de la realidad consistiría, en los términos de uno de nuestros clásicos, en la incoherencia de una vida social que escapa a los patrones previstos. Nuestro clásico era de hecho un tradicionalista al que le disgustaba la realidad y quiso hacer del rechazo personal en forma de escéptica paradoja una incomprensión de alcance universal. En un discurso de signo muy distinto el descrédito proviene de la apariencia de la existencia cotidiana, el orden normal de las cosas, que oculta una trama de intereses espurios dispuestos a utilizar el poder y la influencia en provecho particular sirviéndose de modos respetables en cualquiera de las esferas en la que nos detengamos: los negocios, la política, las instituciones civiles, militares o religiosas, el mundo intelectual y cultural, las prácticas sociales más extendidas. Así se pensaba desde una mentalidad subversiva, soñadora de un orden humano distinto, este sí, medida de todas las cosas. Para cambiar la realidad, además de conocerla, había que mostrarla despojada de falsas apariencias a fin de que la opinión pública, el público o el lector la confrontara con su propia experiencia.

'¿Qué es un atraco a un banco comparado con la fundación de un banco?', afirma uno de los personajes de Bertolt Brecht, Macheath, el rufián que desde los bajos fondos escala las posiciones de las altas finanzas y descubre lo anticuado que ha quedado el robo con efracción cuando existe el título cambiario y la concesión administrativa. ¿Qué es levantar un teatro al estilo del vanguardista inmueble del Palacio de las Artes de Valencia comparado con el hecho de destruir un teatro que desde tendencias en el filo del siglo XXI recrea en Sagunto la majestuosidad de la escena romana?

La actualidad se empeña de dejar corto el didactismo dialéctico de la literatura de combate de un Brecht entregado a la creación de la épica subversiva, tal vez porque la realidad, subvertida en sentido muy distinto al imaginado por los revolucionarios, ha tomado la delantera a la denuncia y ya no pierde tiempo ni energías en revestirse de respetable. ¿Pues qué hemos de pensar cuando escuchamos a la subsecretaria de Cultura de la Generalitat decir que no le atrae la idea de la destrucción del teatro romano (sic) pero hay una sentencia judicial que cumplir? Por qué limitarse a promover la cultura si con el pretexto de preservar su fosilización ya que no se puede acabar de una vez por todas con ella, como imaginaba Woody Allen, al menos puede iniciarse en Sagunto esa ingente tarea.

Ah, nos queda el escollo de la Justicia y sus fallos. Pero en fecha reciente hemos visto la revocación a través de un indulto de los efectos de una sentencia que apartaba a un magistrado prevaricador de la judicatura. De modo que puede volver a impartir justicia quien fue condenado por dictar resoluciones injustas a sabiendas que lo eran pero no hay forma de impedir el desatino de desmontar un teatro que lo invalidará para esta función y pondrá en peligro la conservación de los restos, cualquiera que sea su valor.

La rehabilitación del recinto que fuera romano y conservaba parte de sus formas y alguno de sus elementos arquitectónicos originales, que la declaración de patrimonio histórico y la creencia popular convirtieron en un teatro romano auténtico, ha contrapuesto un concepto histórico-funcional a un concepto jurídico-formal. Ruinas de un teatro mal conservado o un teatro sobre ruinas que vuelve a contar con una escena elevada sobre un zócalo, proscenio, cerramiento y frontal, además de disponer de un graderío en condiciones de sentar espectadores. He aquí un dilema político sobre el uso y acondicionamiento del patrimonio, un debate en términos artísticos y un hecho opinable para los ciudadanos. ¿Un problema de jueces y alguaciles? O en otros términos, ahora políticos: mal se concilian proyectos tan notables como la Biblioteca Valenciana, el Museo de la Ilustración y la Modernidad, el Espai d'Art Contemporani o el rumbo tomado por la Ciudad de las Ciencias y las Artes con la imagen de la demolición de la obra de los arquitectos Grassi y Portaceli que las cámaras transmitirán al mundo entero como hicieron con la voladura de los budas de Bamiyán por los talibanes. ¿Para qué conformarnos con una disputa estética si podemos disfrutar de una nueva guerra púnica?

¿Qué no hubiera escrito Brecht tomando por modelo a Emilio Ybarra y sus distinguidos cómplices? ¿Qué brillante farsa sobre el valor y el uso de la cultura no hubiera salido del affaire Sagunto? Comienza el espectáculo: mientras unos personajes terminan de glosar los nuevos hábitos de la gran banca, moderna y competitiva, orgullo de la proyección exterior del país, protectora de las artes y el conocimiento, promotora de seminarios sobre ética y negocios, dos banqueros suben a escena comentando que durante catorce años dejaron fuera de la contabilidad del banco 33.000 millones de pesetas, ocultándolos de paso a la entidad reguladora del sistema, al fisco y a los auténticos propietarios. Los accionistas, la Agencia Tributaria y el Banco de España, a los que se dará entrada a su debido tiempo, tampoco conocen que una parte de los consejeros se han repartido unos 4.000 millones adicionales en compensación por la merma de sus retribuciones en la fusión con otra entidad, caballo de Troya gubernamental en el sistema financiero español. Por qué limitarse a pequeñas sustracciones, dirá uno, tal vez un émulo del Mackie Navaja de La ópera de cuatro cuartos, si el presidente del banco y los descendientes de la élite financiera de Neguri (potentados en su día de la siderurgia, los astilleros y las navieras) podían tomar cuanto quisieran y depositarlo en paraísos fiscales para engrosar sus patrimonios en forma de fondo de pensiones y mediante la modalidad de una cuenta dormida que a la postre pudo estar bien despierta para atender sobornos a gobernantes latinoamericanos que facilitaron la expansión del banco en aquel continente. No cae el telón porque no lo había en los recintos romanos, como tampoco se distraía al público permitiendo la vista del mar por detrás de la acción ni el respetable engullía bocadillos de atún y aceitunas en las noches de verano mientras seguía la función y alimentaba su memoria sentimental.

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Neguri, Sagunto. Sagunto, Neguri: la realidad subvertida hace de Brecht otro Balzac: un retratista moderno de (malas) costumbres.

José A. Piqueras es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Jaume I de Castellón.

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