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¿Queda la palabra?

Víctor Gómez Pin

A mediados de los ochenta, la Universidad del País Vasco y la Universidad de Valencia organizan conjuntamente un coloquio interdisciplinar en el que confluyen filósofos, científicos y artistas. Tras una de las sesiones, algunos de los participantes comparten mesa en un restaurante valenciano, entre ellos el pensador francés Jacques Derrida (hasta poco antes profesor de la Universidad del País Vasco); la coorganizadora del coloquio, la jurista Carmen Alborch (más tarde ministra de Cultura); el lingüista José Luis Álvarez Emparantza (miembro entonces de la Mesa Nacional de Herri Batasuna); el filósofo Fernando Savater; el también filósofo Javier Echeverría; el escultor Eduardo Chillida, y varias personas más, vinculadas a la Universidad del País Vasco. El hecho de compartir mesa tras una jornada de trabajo no implica en absoluto que las posiciones respecto al ya entonces obsesionante problema vasco fueran coincidentes. Desde el enfoque constitucionalista hasta el abertzale, pasando por el entonces cercano al PNV, todos los matices tenían en aquella cena un simpatizante, incluido el que relativizaba el problema desde posiciones de la izquierda radical europea clásica.

Reunión, desde luego, difícilmente imaginable hoy día, y no sólo por la presencia de un miembro de HB junto a un crítico radical de las propias bases teóricas del nacionalismo. Si en algo difiere la situación del País Vasco de los ochenta respecto de la actual es que, entonces, la polaridad nacionalista-no nacionalista carecía de la potencialidad de erigirse en criterio, no ya determinante, sino prioritario, a la hora de establecer lazos culturales, económicos o afectivos entre los miembros de la sociedad civil. Consecuencia de ello era que dicha polaridad (nacionalista-no nacionalista) no se interpretaba en el sentido reductor de nacionalista-antinacionalista, con su corolario letal de división de la ciudadanía en dos bloques.

Y no se trata de que entonces la dirección de ETA no tuviera entre sus ideas la de que la población vasca se viera abocada a un autoposicionamiento radical respecto de su identidad (o vasco o español, con todas sus consecuencias, incluido el repudio de lazos amistosos, profesionales o afectivos). Se trata, simplemente, de que en aquellos años tal política no era viable. No lo era, entre otras razones, porque el País Vasco formaba parte de un mundo en el que aún tenían plena vigencia problemas (universalizados desde la Revolución Francesa) de cuya positiva elucidación parecía depender la dignidad de la humanidad: la vigencia de estos problemas hacía impresentable el intentar reducir el problema vasco a una mera cuestión de afirmación nacional.

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Subjetivamente, tal afirmación era, quizá, para muchos nacionalistas lo único que contaba, mas (dada la complacencia de los sectores abertzales en reivindicarse de izquierdas) había que disimular tal sentimiento, incluso ante sí mismos. Recuerdo cuando el ex dirigente abertzale Francisco Letamendía declaraba enfáticamente que muchos estaban interesados en dividir a los trabajadores vascos en razón de su origen, pero que 'ahí está HB para impedirlo'. A los que procedíamos de la izquierda merecedora del nombre nos parecía una broma que tal fuera la función social de HB, pero, sin embargo, esta retórica respondía a una relación de fuerzas que el nacionalismo radical no podía evitar. Recuérdese que, en aquellos años, sectores enteros de la producción habían sido desmantelados y que las reivindicaciones sociales eran permanentes. En Éibar, con sus industrias en ruinas, o en el entorno de Altos Hornos, reducir el problema a la erección de una patria podía hasta resultar un sarcasmo.

Esta imposibilidad objetiva de polarizar en exclusiva a la ciudadanía en torno a la cuestión nacional explicaba muchas cosas. Los que visitaban el País Vasco con la idea preconcebida de encontrar por doquier una población desgarrada, entristecida y huraña, se sorprendían en ocasiones de todo lo contrario. Al irse tenían incluso la sensación (también errónea) de que el conflicto estaba perfectamente localizado y magnificado de hecho por la difusión mediática. Pues bien, tengo al respecto una tesis:

Si el problema vasco no ha degenerado en confrontación civil generalizada es porque durante muchos años, en la vida cotidiana, muchos hemos compartido proyectos de trabajo o momentos lúdicos y hemos establecido lazos afectivos, no paralelamente a la polaridad nacionalista-no nacionalista, sino mediante relativa superación de la misma, es decir, mediante asunción por cada una de las partes de la alteridad que representaba la otra. De manera concreta: aquellos que en el País Vasco nos identificábamos sin tapujos como españoles (y no utilizábamos nunca la expresión 'Estado español') asumíamos que el vocablo España no podía ser vinculado a la identidad de quienes se autopresentaban como exclusivamente euskaldunes. Recíprocamente, se exigía por parte de éstos que no cayeran jamás en la inclinación a clasificar a la ciudadanía por un grado de legitimidad conferido basándose en criterios de filiación nacionalista. Sin duda, este pacto en lo concreto de la vida cotidiana no funcionaba siempre, pero sí muchas veces, y muy distinta sería la situación del País Vasco si hubiera marcado a la ideología en lugar de que, como parece, ocurra lo contrario.

Constatamos que, lejos de encontrar sutura, la herida se envenena. Desde un lado se lanzan exabruptos llamando a la no colaboración con los ilegítimos (¡la mitad de la población!). En el otro lado, la menor distancia frente al redactado constitucional (aunque tan sólo sea en razón de criterios de operatividad) es interpretada como una forma vergonzante de escaqueo, que expone a ser simbólicamente lapidado (¡no estoy comparando esta lapidación simbólica con un atentado de ETA!). Y en lo cotidiano de la vida mediática proliferan las tertulias en las que (por una suerte de racismo invertido) se destila la idea de que los nacionalistas vascos y hasta los euskaldunes en general son intrínsicamente (¿genéticamente?) cómplices de la violencia. Pues no sólo Arzalluz delira cuando evoca los orígenes (propios o ajenos).

Aquellos que, amenazados por ETA, plantan cara, dan admirable prueba de entereza. Pero no es lo mismo plantar cara a ETA que descalificar a personas que simplemente dudan de que la reiteración de discursos dirigidos a los que ya están convencidos sirva realmente para resolver el problema del País Vasco. Quizá sería útil que se oyera más la palabra de los españoles que, constatando que en el País Vasco hay un objetivo problema de alteridad de una parte de la población, estiman que la aceptación cabal de tal hecho es también una cuestión de valentía.

Dos cosas, y sólo dos, harían que la asunción por los españoles de la alteridad de los euskaldunes supusiera hacer almoneda de la propia dignidad. La primera sería que los nacionalistas no repudiaran con claridad una violencia que no es precisamente ciega, sino provocadora, es decir, que apunta a hacer imposibles los lazos civiles. La segunda sería que esos mismos nacionalistas siguieran empecinados en la aludida clasificación de la población entre legítimos e ilegítimos. No hay, desde luego, pacto digno que sea compatible con tales actitudes. Pero, repito, si éstas (aunque sea incluso como expresión de una mera relación de fuerzas) desaparecieran, las dos partes podrían, y tendrían el imperativo ético, de dirigirse la palabra.

Víctor Gómez Pin es catedrático de Filosofía de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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