El arte de llorar en público
Vivimos tiempos lacrimógenos. En el Barça, lloran Van Gaal, Sergi y Abelardo. Van Gaal llora porque le conmueve que el club le dé una segunda oportunidad y los jugadores porque les echan, aunque no es lo mismo que te despidan del Barça que estar en el paro. También llora Manuela de Madre, ex alcadesa de Santa Coloma de Gramenet, porque es duro abandonar aquello por lo que has vivido. En la revista ¡Hola!, llora Marta Luisa de Noruega, preocupada por el pasado de su marido. Todos lloran ante las cámaras, rompiendo la tradición que recomienda sollozar en privado, porque ahora las lágrimas humanizan y tienen una rentabilidad mediática, aunque también puede ser que la intimidad esté desapareciendo y que a uno ya no le dejen llorar en paz. En una parada de autobús, por ejemplo, a una mujer se le humedecen los ojos de rabia porque no tiene para un taxi y se caga en la madre que parió a Joan Clos y a los huelguistas. Y en Can Tunis, en Barcelona, los yonquis, que por culpa de la huelga no pueden llegar en el autobús de siempre, lloran porque sólo les faltaba eso. Intento, pues, practicar el llanto para estar en la onda.
Ahora las lágrimas humanizan y tienen una rentabilidad mediática, aunque quizá la intimidad esté desapareciendo
Emocionarse parece el camino más rápido. Salgo a la calle en busca de motivos para la emoción. Pienso en cosas tristes: un condón usado sobre la acera del pasaje de Mercader o el último disco de Renaud, que incluye una canción demagógica dedicada a Baltique, el perro de Mitterrand. Renaud cuenta que, en el funeral de Mitterrand, a Baltique le prohibieron entrar en la iglesia de Jarnac y que el perro soportó toda la ceremonia fuera, bajo la lluvia. Es una escena conmovedora, pero quizá porque trata de perros no consigo llorar, así que, dejándome llevar por este ramalazo afrancesado, me voy al Instituto Francés, donde actúan Bernard Cassen, director general de Le Monde Diplomatique y presidente de la asociación Attac, y Xavier Sala, profesor de Economía de las universidades de Columbia y de la Pompeu Fabra y asesor del Banco Mundial. El acto, titulado La globalització: oportunitats i amenaces y arbitrado por Rafael Jorba, presenta una buena entrada. Cassen empieza mal, y define Barcelona como ciudad del rechazo a la mundialización liberal (será por la cantidad de oficinas bancarias que hay). Sala se quita la americana roja y deslumbra con una sesión de diapos y con un discurso provocador en el que el peso de las cifras lleva a la conclusión de que la globalización ha sido la pera para todos menos para los africanos. Un espectador le dice que practica una retórica de telepredicador y Cassen se rehace con una réplica mucho más profunda. Los púgiles se enzarzan y tengo la desagradable sensación de que el no-diálogo (¿pillan la referencia al no logo?) esconde una estéril lucha de vanidades entre trileros de la estadística y onanistas del dogma. Todo lo que he oído bastaría para llorar hasta deshidratarse pero, como hay gente delante, me contengo.
Al salir, me acerco a unos multicines y, haciendo uso de mi condición de miembro de la clase media de un primer mundo globalizador, compro una entrada para la película de título más ñoño: Cosas que diría con sólo mirarla. En la pantalla, mujeres a la deriva o en búsqueda del amor, ese colectivo al que tanto le debe la buena ficción. Cuando Holly Hunter sale de la clínica donde acaba de abortar y se pone a llorar andando por una desangelada calle de Los Ángeles, siento que me viene la emoción, pero, pese a la fuerza de algunas escenas, no consigo llorar porque pierdo la concentración pensando que el director, Rodrigo García, pasó unos años en esta ciudad con su padre, Gabriel García Márquez, autor de cuentos y novelas en los que el llanto suele acabar en diluvio. Me entra sed, así que me paso por el Astoria, el viejo cine reconvertido en macroespacio para beber y bailar, muy acogedor, sobre todo cuando está vacío. Junto al escenario, una inscripción gigante de Pier Paolo Pasolini: 'Lo mejor de la vida es el pasado, el presente y el futuro', buen epitafio para un muerto.
Al llegar a casa, me encuentro con un paquete y una nota de la editora Beatriz de Moura: 'Querido Sergi, tu amigo John Irving, a quien visitamos Toni y yo hace poco en su casa de Vermont, te envía esta extraña dedicatoria (o firma) en la corteza de un tronco de abedul, que en primavera suele mutar como las serpientes'. ¡Qué más quisiera yo que ser amigo de Irving!, pienso mientras lo abro. Se trata de un cristal enmarcado en madera sobre el que el novelista ha pegado un finísimo trozo de corteza de abedul con una inscripción en tinta azul y caligrafía heterosexual: 'Sergio, John Irving'. Sergio c'est moi, deduzco. Emito un gemido para provocarme el llanto, como hacen en los culebrones, pero ni siquiera logro un conato de lágrima de fan de Irving. Y eso que me conmueve el detalle de los editores de Tusquets, y de Irving, cuyos libros sí me han hecho llorar. Para entonces ya es tarde, así que pongo la radio y escucho a oyentes solitarios que llaman a programas tristes en los que, de vez en cuando, alguien llora para que el locutor pueda decirle que llorar es humano, aunque no pueda evitar que se le noten las ganas que tiene de que sus oyentes lloren, lo cual resulta tan gracioso que sonrío porque, como cantaba Peret, es preferible reír que llorar.
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