Un estado de ánimo

El comienzo de este filme destemplado, autoritario y militarista no puede ser más sugerente: el alcaide de una prisión militar, el coronel Winter (James Gandolfini, protagonista de los Soprano) escucha música clásica, y un leve movimiento de cámara encuadra el disco que está sonando, una sonata de Salieri, esa sombra que proyectaba su envidia tras el genio imponente de Mozart. Así, de un plumazo, se nos va a dar toda la información que necesitamos sobre el personaje en cuestión: como Salieri, nuestro hombre ansía la gloria que los dioses han concedido a otro, un general degradado (al que interpreta Robert Redford) que pronto será uno más de los huéspedes del penal militar que el coronel regenta con mano de hierro.

Luego sabremos más de él, entre otras cosas, porque dos horas y diez minutos de duración de metraje total dan para mucho. Que nunca ha estado en combate, que ansía una notoriedad que le es esquiva; que admira y odia en lo más profundo al brillante estratega e impecable guerrero que, a pesar de su actual infortunio, sigue siendo el general. Se convendrá en que no está mal como punto de partida para iniciar la trama; pero el problema no es la salida, sino la llegada; o, para ser más precisos, el alcance que persigue el director, Rod Lurie, antiguo periodista y aún más antiguo estudiante en la academia militar de West Point -una mezcla explosiva-, y que no es otro que una rigurosa reivindicación de la necesidad del mando.

Metáfora de un país

Es ése el verdadero tema de esta morosa, excesivamente larga y ejemplarmente ultramontana peripecia: el establecer de dónde viene la noción de mando, qué hace respetable a un hombre de armas y cómo se obtiene la adhesión de la clase de tropa. Cómo se puede hacer, en fin, para restañar el maltrecho patriotismo de unos soldados, también ellos degradados, que, como se comprenderá con sólo ver la fecha de producción del filme y su estreno a 8 meses del malhadado 11 de septiembre, son la perfecta metáfora que retrata el estado de ánimo que padece todo un país.

De esta manera, y no de otra, debe leerse una película, por lo demás previsible, como el paso de las estaciones; una historia que huele a cuartel y mística patriotera, clausurada, como no podía ser de otra manera, con una monumental bandera americana ocupando todo el encuadre, como si estuviéramos en las arenas de Iwo Jima. Preguntarse qué hace un liberal de pro y militante como Robert Redford en un engendro tan rabiosamente patriotero es, en fin, hacerse a la idea de que estos tiempos, los nuestros, son terribles... Como cualquier época en la que prima la restauración del orden a cualquier precio.