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Nuevos tiempos, nuevas épicas

Manuel Cruz

El relato épico de una determinada generación -para decirlo de una manera rápida, la que permaneció en el poder en España durante catorce años y que hacía gala de haber participado de manera activa durante su juventud en la lucha contra el franquismo

El relato épico de una determinada generación -para decirlo de una manera rápida, la que permaneció en el poder en España durante catorce años y que hacía gala de haber participado de manera activa durante su juventud en la lucha contra el franquismo: gentes de algo más de cincuenta años, en definitiva- hace tiempo que viene dando signos ostentosos de agotamiento. Resultaría tan tedioso a estas alturas reiterar el listado de fracasos, renuncias y decepciones que ha protagonizado (o padecido) ese grupo, que nos podemos ahorrar dicho capítulo y pasar directamente a un aspecto particular de la cuestión, el que hace referencia a la función que se le hizo cumplir al mencionado relato para, a continuación, plantear el asunto de las presuntas novedades que, en materia de representación del propio pasado, están aportando quienes vienen detrás.

En lo tocante a la elaboración de una épica, probablemente la mencionada generación actuó como lo hicieron muchas otras en el pasado, a pesar de su empeño por ser tan diferente a todas las anteriores. También ella se sintió en la necesidad -o no supo resistirse a la tentación, a los efectos tanto da- de instituir un momento fundacional al que poder referirse en lo sucesivo como norma y guía. En su caso, la situación originaria en la que supuestamente definió las actitudes y valores con los que se ha ido enfrentando a todo lo que ha seguido suele quedar sumariamente nombrada a través del rótulo mayo del 68. Tal vez del famoso mayo tampoco valga la pena hablar mucho más, pero sí convenga señalar algo acerca de la forma en que de él se han reclamado muchos miembros de esa generación. Porque resulta llamativo, sobre todo en relación a la enorme literatura existente respecto a los acontecimientos mismos, la escasez de textos que planteen de manera radicalmente autocrítica la posibilidad de que en todo aquello hubiera habido un grueso error, una importante equivocación, una propuesta política desacertada en gran medida, hipótesis atendible (repárese en la prudencia de los términos) sobre todo a la vista de los efectos que provocó al intentar aplicarse mecánicamente en otras sociedades, como, por ejemplo, las latinoamericanas. Nada resultaría más fácil, cabría pensar en abstracto, que aprovecharse del privilegio del tiempo transcurrido y, a la vista de lo que fue sucediendo, ir señalando con el dedo los momentos y lugares en los que se fueron tomando las decisiones torcidas.

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¿Cómo explicar tan llamativa escasez de autocrítica? Atendiendo a la función que han terminado cumpliendo aquellos acontecimientos en el imaginario de dicho grupo generacional. Mayo del 68 hace mucho que perdió su condición de objeto de análisis, de experiencia histórica de la que aprender para afrontar las nuevas situaciones con las que nos pueda sorprender el futuro, para convertirse en un lugar sagrado de peregrinación simbólica para cincuentones. Se ha transformado, dicho sea con un poco menos de sarcasmo, en un referente que sirve casi en exclusiva para definir la identidad y la cohesión del grupo en cuestión.

Pero anunciaba al empezar que este relato épico me interesaba sobre todo como punto de partida para poner a prueba una pequeña y modesta intuición. Tengo para mí que estamos asistiendo a la emergencia de un nuevo relato, protagonizado -si el corte de la quincena de años sirve para diferenciar generaciones- por el siguiente grupo generacional, el de quienes rondan la cuarentena. Parece estar emergiendo una nueva épica cuyo momento fundacional no tendría ya que ver ni con el franquismo ni con la clandestinidad, ni tan siquiera con las luchas políticas de la primera hora de la transición, sino con ese momento algo posterior de la sociedad española representado, emblemáticamente, por lo que en términos periodísticos se suele tipificar como los años de la movida. Tal vez sea una mera casualidad, pero en los últimos tiempos tengo la sensación de estarme tropezando cada vez con mayor frecuencia con reportajes en televisión, declaraciones en revistas o entrevistas en suplementos dominicales de periódicos de gran tirada, en los que alguien, sea novelista prometedor, artista plástico cotizado o cantante de éxito (en cualquier caso, de unos cuarenta, poco más o menos) hace referencia a aquellos años, los de su juventud a fin de cuentas, como años de una máxima intensidad, sólo que en un registro abiertamente distinto al de la generación anterior.

La secuencia del relato acostumbra a tener siempre el mismo o parecido signo: alusión inicial a tormentosas épocas de promiscuidad y sexo duro, con indiscriminado consumo de todo tipo de sustancias y aventuras en cualquier orden de experiencias imaginable, etc., tras las cuales se pasa a la descripción de la situación actual. Lo normal -hasta el extremo que podría pensarse que ha pasado a constituir lo políticamente correcto para dicho grupo- es que el personaje en cuestión cuente que ha conocido la pareja con la que, no le importa reconocerlo, le gustaría compartir el resto de sus días y confiese que el nacimiento de su hijo le ha proporcionado una definitiva estabilidad emocional, lo cual, añadido al dato de que ha optado decididamente por la salud (ni gota de alcohol, nada de tabaco u otras drogas, regulares visitas al gimnasio, etc.), indica el desplazamiento a un programa de vida casi en las antípodas del que constituía el punto de partida.

No habría nada que objetar a esta opción vital si no fuera porque, tras sus aparentes diferencias, este relato parece esconder un profundo paralelismo con el de la generación precedente. Empezando por lo menos importante: es altamente probable que este nuevo relato esté tan trufado de mentiras (y mentirijillas) como el que veníamos de comentar. Ni estaban de cuerpo presente en la famosa primavera parisina tantos como hoy lo aseguran ni todos los que en la actualidad presumen de haber apurado hasta las heces el cáliz de su juventud en los turbulentos años de la movida vivieron aquella época con tanta intensidad como ahora la narran. De la misma manera que, ensanchando el ejemplo para abundar en la idea, tampoco era tanta la gente que se enfrentaba en España al régimen anterior (como acostumbran a recordar quienes sí estaban realmente en esa batalla) y tras la muerte del dictador empezaron a surgir heroicos luchadores antifranquistas de debajo de las piedras. Pero que las cosas ocurrieran de veras en su momento de la forma en que luego se han ido contando es, a los efectos de lo que pretendo plantear, manifiestamente lo de menos.

Importa mucho más otra dimensión del asunto. Me refiero al hecho de que ambos relatos com

parten una misma lógica subyacente, de que en ambos podemos encontrar parecido dibujo para representar la deriva de los acontecimientos vitales (similitud o coincidencia que no puede quedar reducida a la constatación, por otro lado correcta, de que toda generación precisa de una épica propia para constituirse como tal, para obtener una cierta densidad histórica, para reivindicar ante el resto de la sociedad su derecho a una cuota de protagonismo en lo colectivo). En concreto, en la segunda de las dos épicas aludidas también se proclama alguna modalidad de desengaño o decepción respecto a las ilusiones -tan excesivas- de la temprana juventud, registro éste, como se deja ver con facilidad, extremadamente próximo a aquel célebre desencanto que terminó por ser la imagen de marca de la generación del 68.

La tentación de interpretar que ese giro final al llegar a la edad adulta, ese repliegue sobre la propia tristeza, forma parte de la estructura misma del relato biográfico (aunque sea de la biografía coral de una generación) es ciertamente grande: entre otras cosas, nos permitiría concluir, conservadoramente, que todas las generaciones terminan por comportarse de idéntica manera. Pero hay por lo menos un dato que parece contradecir tal interpretación. Resulta curioso constatar cómo el abandono de las ilusiones de la primera hora no produce en todos idéntica reacción. No hace falta alejarse de las épocas que hemos examinado para encontrar ejemplos. Por los mismos años a los que hemos estado haciendo referencia, muchos de quienes hoy ocupan el poder y sus aledaños también se proclamaban idealistas -sólo que de otros ideales, claro está-, manifestaban estar insatisfechos ante lo que había y en algún caso incluso se aventuraban a presentar propuestas de relevantes cambios para el futuro. A éstos, es curioso, ninguna decepción parece afectarles. Tampoco han logrado vivir la materialización de sus ilusiones, pero el dato no les quita el sueño y se les ve contentos. Parece pertinente preguntarse por la razón de la diferencia, por el recurrente motivo que hace que únicamente interioricen el incumplimiento de sus expectativas como un fracaso personal los que alimentaban propósitos de un cierto tipo.

Quizá ese autopunitivo modo que algunos tienen de vivir el paso del tiempo y las transformaciones que trae consigo constituya el indicador de un desajuste de fondo, de una inadecuación de principio, de una apuesta equivocada a fin de cuentas. Pero, entiéndaseme bien, no equivocada por la cosa misma, sino por el tipo de relación que se estableció con ella. Habría que plantearse si aceptar lo que hasta aquí hemos venido denominando la lógica del momento fundacional no termina por jugar, casi necesariamente, estas malas pasadas. Disponer de una experiencia originaria de una máxima intensidad y ambición como criterio con el que valorar cualquier situación que en lo sucesivo se nos pueda presentar, tal vez represente un recurso útil a efectos de componer un relato teleológicamente unificado de nuestra existencia (ese tipo de relato que permite al narrador la introducción de expresiones tan concluyentes como 'entonces decidí', 'todo empezó cuando', 'en aquel momento vi claro que...', etc.), pero, en contrapartida, ofrece el serio peligro de vaciar de contenido las concretas decisiones que, por el solo hecho de vivir, nos vamos viendo obligados a tomar, esto es, de convertir nuestras biografías en la ejecución (o en el desfallecimiento culpable por no hacerlo) de un lejano designio, por lo demás sospechosamente parecido a una revelación.

Sin embargo, la vida no se deja pensar de manera adecuada bajo la figura del pago de una deuda, aunque esa deuda la haya contraído uno consigo mismo y su evocación pueda llegar a resultar por momentos gozosa. Si algo parecido a la plenitud en el vivir parece deseable, siquiera sea como horizonte o aspiración, entonces hay que encarar las cosas de tal forma que estemos en condiciones de medirnos -y de ponernos en juego- con lo que nos va pasando. De forma tal que corramos el riesgo de acertar, de fallar o, por qué no, de ignorar el signo de lo que hemos realizado. Quizás a alguien esto le pueda sonar a afirmación débil, casi de mínimos, pero en todo caso hay fortalezas, certezas y otras firmes actitudes ante las que, a la vista de lo que se ha hecho con ellas, sólo cabe estar sobre aviso. Porque esta enseñanza, al menos, sí la podemos extraer de nuestro propio pasado: lo preocupante no es que con tanta frecuencia lo mejor sea enemigo de lo bueno, lo preocupante de verdad es que pueda llegar a ser el más eficaz aliado de lo peor.

Manuel Cruz es catedrático de Filosofía en la Universidad de Barcelona.

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