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LA CRÓNICA
Columna
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'Made in Japan'

Así como hay gente que lleva un niño dentro o, en el caso de Ignacio Vidal-Folch, un demonio, yo llevo dentro un noucentista torracollons. Como todo noucentista que se precie, el mío rebosa seny, apolínea contención, justa medida, sobriedad y buen gusto. Cada vez que estoy a punto de hacer algo excesivo, audaz y tocado por la gracia dionisíaca de la rauxa, el noucentista torracollons se despierta y me dice: 'Vols dir?', mientras frunce de forma casi imperceptible el ceño, pues cualquier exceso expresivo es ajeno a su exquisita sensibilidad. Imaginen cuáles no serán mi lucha y mi tormento interiores.

Lo del noucentista interior es un drama esquizoide que me viene de antiguo. Lo descubrí cuando era muy pequeña y vivía justo enfrente de la Sagrada Familia. Cada vez que pasábamos por delante de la obra magna de Gaudí, el noucentista perdía los papeles: bramaba, gemía y soltaba unos improperios de una vehemencia y una fuerza expresiva indignos de un noucentista como Dios manda, tan grande era su disgusto ante el templo. Por culpa del noucentista torracollons, y probablemente también a causa de las multitudes que tenía que atravesar diariamente para ir a cualquier sitio, siempre pensé que yo también odiaba la Sagrada Familia con toda mi alma. Hasta que viajé a la India y descubrí Bombay, una ciudad llena de fascinantes edificios victorianos neogóticos, lúgubres y llenos de tensión dramática y de excesos formales, donde me sentía como en casa, en parte porque, amén de las concomitancias arquitectónicas, el noucentista torracollons se pasó todo el rato chillando y tirándose de los pelos mientras yo me enamoraba locamente de Bombay y me reconciliaba con la Sagrada Familia, sin cuya presencia constante en mi vivir jamás habría podido amar Bombay.

La Sagrada Familia hizo que me familiarizase con los japoneses mucho antes de hincarle el diente al 'sushi' y a la salsa 'teriyaki'

Además de provocar a mi noucentista interior, la Sagrada Familia hizo que me familiarizase con los japoneses mucho antes de hincarle el diente al sushi y a la salsa teriyaki, o de saber que el bueno de Mishima murió decapitado por un compañero después de hacerse el haraquiri, como manda el bushidô. Tal vez los japoneses no fueran mayoría entre las hordas de turistas que ponían cara de éxtasis prelevitatorio y capturaban obsesivamente imágenes del templo, pero desde luego hacían bastante bulto y siempre fueron los más llamativos y quizá también los más entusiastas.

Eso nos lleva una vez más al viejo enigma. ¿Por qué fascina tanto Gaudí a los japoneses? Dicen voces acreditadas que el detonante de esta pasión fue un anuncio de whisky -ignoro de qué marca, pues mis informantes son imprecisos en este punto- que se vio en Japón y en el que aparecían imágenes de la Sagrada Familia. Pero, aun así, convendrán conmigo en que los interrogantes persisten. ¿Cómo es posible que una arquitectura formalmente exuberante, desmesurada y dramática pueda levantar semejantes pasiones en un país donde la arquitectura es casi todo lo contrario, es decir, minimalista, sutil, serena y contenida, y donde la buena educación condena la pública expresión de los sentimientos?

No esperen que esta crónica contribuya a elucidar el misterio. En realidad, lo que me propongo es echar más leña al fuego de los enigmas insolubles. Sepan que en 1959 un ciudadano japonés llamado Hiroshi Teshigahara visitó Barcelona con su padre y una cámara de 16 milímetros. No corría el menor peligro de toparse conmigo, puesto que aún no había nacido, pero en cambio las alucinadas fantasías arquitectónicas de Gaudí lo impresionaron tanto que lamentó no haber traído suficiente película para su cámara. Más tarde diría que Gaudí cambió absolutamente su vida y que, sin su enorme influencia, jamás habría hecho la obra que hizo. En cualquier caso, en 1984 Teshigahara regresaba con todo un equipo de rodaje para filmar Gaudí, un documental de 72 minutos que se vio el otro día por primera vez en Barcelona, en el transcurso de una conferencia, en la Universidad Pompeu Fabra, de Linda Ehrlich, profesora de japonés, literatura comparada y cine en la Universidad de Cleveland, Ohio, y autora de un libro sobre Víctor Erice para el que, por cierto, busca editor por estos pagos.

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La película de Teshigahara, más conocido por La Mujer en las dunas y Rikyu, deja una sensación extraña. Por lo pronto, mezcla las imágenes filmadas en 16 milímetros en 1959 con las de 1984, con el consiguiente efecto de viaje a través de la memoria, y contiene un canto de amor a Gaudí. Pero un canto de amor muy japonés, es decir, muy distanciado, relajado y contenido, con una iluminación casi fantasmagórica y una música hipnótica de Takemitsu Toru. Tan japonés y tan zen resulta el asunto que, de hecho, en algunos momentos uno tiene la perturbadora impresión de hallarse ante un canto de amor al genial arquitecto modernista sobriamente entonado por un noucentista. En otras palabras: el seny y la rauxa corriendo al fin juntos de la mano, nuestras dos polaridades opuestas al fin reconciliadas, ¡por obra y gracia de un japonés!

Confieso que, mientras lo veía, me pregunté si el documental de Teshigahara no habría contribuido en su momento a avivar la pasión nipona por Gaudí. Confieso también que me emocioné pensando que al fin podría ofrecerles a ustedes, en rigurosa primicia y en exclusiva mundial, la solución al misterio de por qué diablos Gaudí gusta tanto a los japoneses. Confieso asimismo que mi brillante teoría naufragó enseguida cuando la profesora Ehrlich me contestó que quizá en Japón mucha gente vea un anuncio de whisky, pero un documental... Un documental, aquí, en Japón y en la Cochinchina... no lo ve ni Cristo.

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