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La lava que llegó del Kremlin

El aeropuerto de Baikonur es una pista solitaria, un edificio destartalado y una cabaña como aduana de Kazajistán, propietaria ahora de la base espacial alquilada a Rusia. La estepa, desolada, azotada por el viento, está salpicada de instalaciones que hace años eran joyas de la potencia espacial soviética y hoy se caen a pedazos. La crisis económica y los avatares políticos han hecho heridas, pero el sistema espacial ex soviético sigue funcionando. Aún está en pie, por ejemplo, el complejo que fue el orgullo de los ingenieros en los años ochenta: las rampas de lanzamiento y las instalaciones de la nave espacial Buran y del gigantesco cohete Energía, capaz de colocar en órbita hasta 100 toneladas. Todo abandonado, oxidado, inundado y en ruinas.

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Unas mil personas trabajaron allí durante siete años. Salió la nave una vez y llegó la orden de Moscú de interrumpir el programa: la economía no daba más de sí. Hoy se visita la zona como una Pompeya abandonada de repente, aunque seguramente la lava que llegó del Kremlin fue más eficaz en su capacidad destructiva que la del Vesuvio. En un enorme hangar reposan los tres ejemplares de Energía fabricados y nunca utilizados.

Pero el modo de los soviéticos, hoy rusos, de ir al espacio siempre ha sido menos aparatoso, menos espectacular y menos estelar que el de la NASA, pero no menos eficaz: lo demuestran sus soberbios motores de propulsión o sus estaciones.

Docenas de edificios de cristales rotos y techos hundidos componen el complejo, recorrido por carreteras en mal estado, bordeadas de alambradas. La base, de 90 kilómetros de largo por 85 de ancho, y toda una ciudad dentro construida para la actividad espacial, fue hasta hace años zona de alta seguridad.

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