Larga memoria de amor, odio y sospecha
Jerusalén ha sido escenario de muchos acontecimientos dramáticos en los últimos meses. Ha corrido la sangre y el odio ha entrado en ebullición. Gritos y explosiones han sido noticia ya nada desacostumbrada. En medio de tanto ruido y dolor, en diciembre pasado, casi inadvertidamente, sucedía en Jerusalén algo extraordinario: retornaba allá un poeta que jamás en vida había pisado la ciudad santa.
Heinrich Heine, probablemente el mayor genio judío de la poesía, recibía 145 años después de su muerte, en la semana de la conmemoración del Januka, año 5762, 2001 de la era cristiana, su primer homenaje en Israel con un gran congreso de especialistas internacionales de su obra literaria y también su vida de creador, de judío y de europeo. ¿Cómo pudo tardar tanto este país, tan necesitado de referencias, en celebrar a Heine, a quien el filósofo Friedrich Nietzsche consideraba el generador de la 'máxima noción de la poesía'? ¿Por qué fue tan tímida la respuesta del público israelí?
En muchos países europeos se ha consumado ya el trágico salto de la violencia verbal a la real. Sinagogas atacadas, cementerios asaltados, judíos amenazados...
Gran parte de la población de Israel piensa que Europa está dando la espalda al pueblo judío en uno de los peores momentos de su historia
Traidor
Los expertos en el congreso coincidían. La gran mayoría de los israelíes que saben quién es Heine lo perciben como un traidor. Traidor al judaísmo por su entusiasmo romántico alemán, pero también, por extensión, por su rotunda 'europeidad'. El director del periódico Hamahaneh Haharedi, Yisrael Eichler, condenaba con virulencia el homenaje a 'ese judío converso' al tiempo que lo consideraba una prueba de que el Estado laico israelí se aleja perversa e irremisiblemente del judaísmo.
Europa y el judaísmo, Europa e Israel, las relaciones entre el Viejo Continente y un pueblo que marcó su historia como pocos vuelven a ser hoy actualidad. Las relaciones son tensas como nunca desde la creación del Estado de Israel en 1948, y allí vuelve a hablarse, con pena e incomprensión, pero también con mucha rabia, de 'la traición europea', que de alguna forma es la traición de Heine. Aunque ésta la cometan gentiles, no judíos, es la traición del próximo, frente al enemigo, esta vez el islámico. Como Espinoza en su día, como Marx, Freud, Kafka y Einstein dieron la espalda al judaísmo, Europa está dando la espalda a los judíos en el peor momento de crisis de la historia de Israel desde hace medio siglo. Eso piensa hoy gran parte de la población israelí.
Desde la llegada de Ariel Sharon al poder, las relaciones entre Israel y Europa han derivado desde la incomprensión inicial hasta la virtual parálisis. Es difícil encontrar mejor indicio que la frase de Benjamin Netanyahu pronunciada en Estados Unidos en visita oficial como representante del primer ministro Ariel Sharon: 'Los europeos ya nos quisieron exterminar una vez en el pasado'.
Esta terrible frase no sólo lleva implícita la sugerencia de que los europeos vuelven a querer exterminar a los judíos. Atribuye además una culpa colectiva por el nazismo no ya a todos los alemanes, sino a todos los europeos. El hecho de que dicha sentencia no haya tenido mayor repercusión sólo refleja el abismo que se ha abierto entre el Estado israelí y el continente en el que tiene sus raíces la gran mayoría de su población.
La nueva Intifada palestina y la represión de la misma por parte israelí con su escalada en la ocupación de gran parte de Cisjordania y Gaza, y su culminación en sucesos tan dramáticos y oscuros como la destrucción del campo de refugiados de Yenín o el asedio a la basílica de la Natividad en Belén, han hecho emerger viejos y nuevos sentimientos en ambas partes. 'Nada hay más fantasmagórico que lo que se creía muerto y enterrado hace tiempo vuelva a aparecerse en la vida con la misma forma y figura', decía el jueves, en Madrid, el embajador de Israel, Imbar Herzl, en una ceremonia de recuerdo en el Día del Holocausto.
Porque si en Israel crece día a día el resentimiento hacia Europa por su traición, en el Viejo Continente ha surgido una hostilidad hacia la política de Israel que en muchas ocasiones desemboca en el más perverso de los antisemitismos. Bajo el pretexto del antisionismo, en los medios de comunicación europeos se ha generado un discurso que cada vez con mayor frecuencia apela a instintos ínfimos.
En muchos países europeos se ha consumado ya el trágico salto de la violencia verbal a la real. Sinagogas atacadas, cementerios asaltados y comunidades e individuos judíos amenazados; hombres y mujeres, niños de nuestro entorno inmediato en Berlín, París, Budapest o Madrid, son el resultado de esa espiral retórica en la que términos como 'genocidio' u 'holocausto' se vierten, ya con frivolidad, ya con abierta mala fe, y que alimenta las tesis racistas y nazis y hacen crecer ese monstruo que en todo ser humano puede surgir cuando se confiere sospecha a una fe y a una raza.
Si un premio Nobel como José Saramago califica de represión o, como muchos sospechan incluso, las matanzas de palestinos como 'un holocausto', se viene a poner en duda el carácter excepcional del genocidio industrial y diseñado que fue el exterminio de los judíos bajo el nazismo. Está claro ya que, con Ariel Sharon como cabeza del Estado de Israel, en amplias capas de sociedad y opinión de Europa se ha conseguido el arquetipo del judío del Antiguo Testamento que promueve el odio o desprecio primario hacia esa raza o credo tan profundamente inquietante para los cristianos europeos desde el surgimiento del cristianismo, por no hablar del islamismo militante actual.
Los peores instintos se han puesto en marcha en todas las trincheras. En Israel, cualquier crítica a la política de Sharon se siente como una agresión al propio Estado. En los países árabes se celebra toda tragedia que afecte a ciudadanos judíos. Y en Europa, quizá la evolución más triste de todas ellas, son cada vez más los que creen que toda víctima de la violencia palestina o árabe tiene cierta responsabilidad sobre su propio sino.
La pasión, en sentido estricto, el dolor de todos, impide el análisis y la valoración de posibilidades de sustraerse a la tragedia. Rodeada por un inmenso mundo árabe enemigo declarado, la diminuta población judía en Palestina pudo concebir y crear un Estado fuerte y próspero gracias, en primer lugar, a Europa. Paradójicamente, sólo Europa, por su afinidad emocional e histórica con Israel y su independencia de juegos de presión con una de las partes, sostiene una postura de racional equidad en el drama de Oriente Próximo. De ahí que su impotencia sea tan dolorosa y que la ruptura de sentimientos entre Israel y Europa sea, más que un incidente político, un drama.
El supremo lastre de la culpabilidad y de la historia
EUROPA HA HECHO A ISRAEL por obligación y cordura. Europa tenía el deber moral de darle seguridad a un pueblo que estuvo destinado a la extinción y mostró cordura a la hora de buscar, en una división de Palestina, una fórmula para que coexistieran allí dos pueblos y restañaran allí heridas creadas en el Viejo Continente. Suele señalarse hoy a EE UU como el único mentor de este pequeño Estado artificial, liliputiense oasis democrático en un desierto de arenas teocráticas o sátrapas de unas sociedades árabes quebradas por el imperio otomano, el colonialismo y la descolonización. Gran ejercicio de desmemoria. Por parte de todos. Ante todo de los israelíes, que, en la vorágine de sangre, dolor y miedo actual, perciben cada vez más a Europa como enemigo. El Holocausto fue un punto de inflexión para el pueblo judío, ante todo, pero también para el Viejo Continente, que se veía despojado de gran parte de su alma. Alemanes y austriacos, pero también franceses y húngaros, croatas y ucranios, lituanos y rumanos, y tantos otros europeos, participaron en la gran orgía que recreaba con sofisticación occidental los pogromos rusos del siglo XIX. Fue una quiebra de la humanidad. Ésta estaba en deuda con un pueblo porque por acción u omisión indujo a que sucediera lo jamás visto. Nada podía volver a ser como antes. Sólo por eso existe Israel. Más allá de todos los pensamientos y las elucubraciones de los Congresos sionistas, de los mensajes de Theodor Herzl, más allá de todos los mesianismos del judaísmo, en Washington existen intereses a favor de Israel muy poderosos. Pero en Europa se concentra la conciencia moral de la defensa de Israel. Europa siente por ello el deber de ayudar a Israel, incluso para salir de sus propios errores. Europa e Israel se necesitan. Por respeto a su pasado común. Y por compromiso con el futuro que se juegan juntos.
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