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Columna
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Alquileres

En el Ayuntamiento de Madrid no dan abasto. No hizo más que anunciar la EMV su plan de viviendas de alquiler y el aluvión de llamadas saturó el sistema de información dispuesto al efecto con una medida de 35 demandantes por cada uno de los 246 pisos ofertados. Todo un éxito de convocatoria que compromete a los responsables de la Empresa Municipal de la Vivienda. Lo que el Ayuntamiento oferta es la posibilidad de arrendar una casa desde los 226 a los 404 euros al mes dependiendo del número de dormitorios. Un alquiler al que puede acceder todo aquel que resida, trabaje o estudie en Madrid y que, no disponiendo de un piso en propiedad, cuente con unos ingresos familiares inferiores a los 21.000 euros. Es decir, un montón de gente.

Cualquiera de nosotros puede mirar a su alrededor y ver cuántos jóvenes y no tan jóvenes andan desesperados intentando hacerse con un lugar digno donde vivir. La bonanza económica de la que supuestamente disfrutó este país en los últimos años animó el sector de la construcción hasta límites insospechados. Tanto en la capital como en los municipios limítrofes han sido levantados cientos de promociones de viviendas que en muchos casos fueron adquiridas sobre planos y sin que ni siquiera estuvieran adjudicados los terrenos. El incremento de la oferta con la incorporación de los nuevos barrios es sencillamente espectacular, a pesar de lo cual los precios de la vivienda libre se han disparado como si la demanda fuera ilimitada. Precios que no parecen acordes con la realidad económica de sus potenciales compradores. Es como si saltaran por los aires los fundamentos de la sacrosanta ley de la oferta y la demanda. Que me expliquen, si no, qué sentido tiene ese alza imparable del mercado inmobiliario en una región tan preocupada por su depauperado crecimiento demográfico y en la que un pisito de apenas noventa metros cuadrados de una barriada periférica se pone en los cuarenta millones de las extintas pesetas. Alguien debe estar invirtiendo a lo bestia en ladrillos porque, sinceramente, no hay tantos chicos con diez millones ahorrados para la entrada y un sueldo que les permita poner más de doscientas mil al mes de hipoteca. La inmediata y masiva respuesta al plan municipal de viviendas en alquiler es una prueba más de ese desfase. Llevo veinte años oyendo a las autoridades de turno proclamar la necesidad de estimular el mercado de alquiler de viviendas en detrimento del piso en propiedad. Es cierto que nuestro país es un caso único de ambición patrimonial. Al contrario de lo que sucede en el resto de Europa, son minoría los que optan por la vivienda arrendada. Ello contribuye a que el parque de casas en alquiler sea muy limitado y sus precios, por lo general, enormemente altos. Es decir que tal y como está aquí el panorama inmobiliario, alquilar a los precios de mercado es un pésimo negocio porque apretándose y dando una entrada por lo que pagas todos los meses te haces con un piso en propiedad. El problema es que muchos no pueden ni alquilar ni comprar y, paradójicamente, tampoco son lo suficientemente pobres para vivir de la caridad pública. El resultado es un alargamiento, en ocasiones desesperante, de la permanencia en el hogar paterno y un retraso en la creación de nuevas unidades familiares.

Hay que buscar, pues, alternativas que resuelvan tales situaciones. El sistema de alquileres ensayado por el Ayuntamiento de Madrid ofrece en este sentido ventajas sociales verdaderamente notables. Para empezar, soluciona el siempre crítico arranque de la emancipación sin caer en la pervertida fórmula de la vivienda casi regalada.

El ofrecer pisos-chollo en propiedad no es socialmente justo porque los beneficiarios pueden superar las dificultades económicas que sufrieron en una determinada etapa de su vida y estar algún día en condiciones de hacerse con una casa por sus propios medios. Esa vivienda social ha de pasar a otro ciudadano que realmente la necesite y nunca ser objeto de especulación. El alquiler con derecho a compra conjura tal perversión sin negar la posibilidad de la soñada propiedad. Doscientas cuarenta y seis viviendas son tan sólo un experimento. Ahora hay que avanzar en serio por ese camino en el que muchos han visto el cielo abierto.

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