Vecinos
Sobrecogido, he leído Vecinos, el reciente libro de Jan T. Gross en el que se relata el brutal exterminio de la comunidad judía de la población polaca de Jedwabne, una pequeña localidad de menos de 3.000 habitantes, de los que más de la mitad eran judíos. El 10 de julio de 1941 mil seiscientas personas entre hombres, mujeres y niños, la práctica totalidad de la población judía, fueron masacradas por sus vecinos católicos: lapidadas, apaleadas, acuchilladas o quemadas vivas. 'En Jedwabne', escribe Gross, 'fueron unos polacos normales y corrientes los que mataron a los judíos... Eran hombres de todas las edades y de las profesiones más diversas; a veces, familias enteras, padres e hijos actuando al unísono; buenos ciudadanos, diríamos (si el sarcasmo no estuviera fuera de lugar, dado lo espantoso de sus actos), que respondieron a la invitación de las autoridades municipales. Y lo que vieron los judíos, para mayor espanto y, diría yo, desconcierto suyo, fueron en todo momento rostros familiares. No a hombres anónimos de uniforme, piezas de una maquinaria de guerra, agentes que se limitaban a cumplir órdenes, sino a sus propios vecinos, que decidieron matarlos y participaron en un pogromo sangriento; es decir, a una serie de verdugos voluntarios'.
Mil seiscientas personas fueron brutalmente asesinadas por sus propios vecinos; no por soldados anónimos, no por criminales emboscados, sino por hombres corrientes de rostros conocidos: Chaja Kubrzacska y su hijo recién nacido muerta a manos de Wacek Borowski; Jakub Kac apedreado hasta morir por Bolek Tamutowski; Eliasz Krawiecki apuñalado por Czeslaw Laciecz... Tan sólo se salvaron siete de entre todos los judíos de Jedwabne. Se salvaron porque hubo una familia del pueblo, la familia Wyrzykowski, que no quiso participar en el horrendo asesinato, por lo que abrió su casa y ocultó a los judíos perseguidos que llamaron a su puerta. Fueron los únicos que actuaron así, los únicos que se resistieron a la ola de barbarie que sacudió a sus convecinos.
En alguna otra ocasión he recordado en estas páginas las palabras con las que el rabino de Berlín describió en 1935 la situación que los judíos empezaban a vivir en Alemania: 'Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar: la vida sin vecinos'.
El Holocausto sólo fue posible sólo tras un largo proceso de producción social de la distancia, condición previa para la producción social de la indiferencia moral; un proceso de construcción política del extraño cuyo resultado práctico fue que miles de personas pasaran, de la noche a la mañana, de la condición de vecinos a la condición de 'judíos', siendo así expulsados del espacio de los derechos y las responsabilidades. Lo mismo ha ocurrido, más recientemente, en Ruanda, en Yugoslavia, en India o en Pakistán.
Los partidos democráticos vascos reunidos en la Asociación de Municipios Vascos consensuaron el pasado viernes el acuerdo denominado Declaración cívica en defensa de la democracia y la libertad, y de respeto a la pluralidad de la sociedad vasca. Lo que el acuerdo suscrito en el marco de Eudel consagra es un principio irrenunciable de covecindad, de conciudadanía, fundamento imprescindible del espacio democrático y única vía para combatir el impulso cainita que produjo Jedwabne: jamás aceptaremos que ninguno de nuestros vecinos pase a ser políticamente definido como Otro, como Extraño, como Enemigo, y por lo mismo expulsado de nuestra comunidad de derechos y de afectos. Tras el affaire Saramago y las críticas a su comparación entre Yenín y Auschwitz (razonables desde la perspectiva de la verdad histórica y moral, injustas desde la perspectiva de la verdad política), me cuidaré mucho de comparar nada. Pero esta declaración supone un acuerdo de importancia capital, cuyo alcance profundo no debería verse empañado por ninguna discusión, por más oportuna, necesaria o legítima que esta pueda parecer, sobre supuestas derivaciones políticas que, en opinión de cada uno de los firmantes, una aplicación coherente del mismo llevaría aparejadas.
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