La izquierda y el silogismo cornudo
La avería sufrida por Jospin en las primarias francesas ha acentuado la sensación de crisis que desde hace tiempo experimenta la izquierda. Por supuesto, cada quien es cada quien, y cada país, cada país, y sería harto imprudente sacar conclusiones tomando pie de un acontecimiento singular. Pero algo está pasando, más bien desasosegante en mi opinión. Yo lo resumiría así: la izquierda empieza a no caber en los formatos institucionales que a sí misma se había dado tras la tragedia de la Segunda Guerra Mundial. La manifestación más palmaria del fenómeno es el auge adquirido por los movimientos antiglobalización. El acento, la retórica, el impulso, son de izquierdas. Pero los partidos socialistas no están en la antiglobalización. O si lo están, es de modo intercadente, ambiguo y oportunista, en la línea del difunto Jospin. Cabría afinar aún más el diagnóstico. Los movimientos antiglobalizadores son importantes, no por su bulto aritmético, sino por el agudo sentimiento de culpa, y confusa simpatía, que han logrado despertar en la izquierda instalada. Se diría que ésta anduviera desquiciada, esto es, fuera de lo que considera su lugar y función naturales. ¿Cuál es la causa? Pongamos a funcionar la moviola y plantémonos en la primera mitad del XIX.
Por esas calendas casi todos los europeos, desde el liberal Ricardo hasta los socialistas, propendían a pensar que existía una oposición intrínseca entre la propiedad privada y la democracia, o mejor, el sufragio universal. ¿Por qué? Porque el sufragio universal daría el poder político a los pobres, y éstos, entonces, se apresurarían a expoliar a los ricos. Cabe explayar el argumento en términos más asépticos. La democracia, y el mercado, son asignadores de recursos potencialmente conflictivos. El mercado genera ricos y pobres, y la democracia materializa sus propios criterios de justicia distributiva transfiriendo la renta de los ricos a los pobres. El resultado fue una fuerte tendencia de los conservadores políticos a defender la democracia censitaria. En palabras de Ricardo -que habría suscrito Guizot-: conviene restringir el voto 'a aquella porción del pueblo que no está supuestamente interesada en subvertir el derecho a la propiedad'.
El temor de los conservadores a una escatología plebeya dibujó, en el lado izquierdo del espectro, una imagen simétrica aunque invertida: la de la revolución inevitable. Si se hacía la revolución, se hacía la revolución. Y si no se hacía la revolución, pero se avanzaba por el camino de los logros políticos o sociales, terminaría también haciéndose la revolución. Era confortable esta seguridad, y se acuñó la voz 'revolución permanente'. La revolución permanente... era lo que había de suceder, o había de acometerse, en tanto iba cociéndose, o preparándose, la madre de las revoluciones. El primero en usar la frase no fue Trotski. Fue -con reservas mentales obvias-, Napoleón, en al año 1800. Sin embargo, dos desarrollos vinieron a turbar el panorama. Primero, el asombroso enriquecimiento general de Occidente. La capacidad de consumo, y los estándares de vida de quienes están situados en los escalones más bajos de la renta, son ahora superiores a los que gozaban las clases medias en 1890. Segundo, la reducción de la desigualdad. Si tomamos el coeficiente Gini para medir la distribución de la renta -1 para un máximo de desigualdad; 0 para la igualdad absoluta- nos encontramos con el siguiente dato -referido a Gran Bretaña, el país para el que existen series más largas y sistemáticas-: de 0,65 a principios del XVIII a 0,32 en 1973. Más de dos tercios de la reducción del coeficiente se ha verificado en el siglo XX. Efecto de la acción combinada de estos dos desarrollos fue una creciente desafección de las masas al proyecto revolucionario. A la izquierda le quedaba aún un expediente para mantener viva la idea de la revolución permanente: acentuar las transferencias de renta mediante políticas redistributivas. A esto se le llamó 'socialdemocracia'. No equivalía a la revolución, pero garantizaba al menos que el tren seguía, por así decirlo, en marcha. Por desventura, a partir de los setenta se atascaron las políticas socialdemócratas, y los partidos de izquierda se vieron obligados a aplicar medidas que contravenían sus programas o ideales teóricos.
Los lógicos antiguos denominaban silogismo cornudo al dilema que nos lleva a donde no deseamos ir, sea cual fuere el brazo que decidamos escoger. En vista de todo lo dicho, puede afirmarse que el centro-izquierda se enfrenta a un silogismo cornudo. Si vuelve a los orígenes, corre el riesgo de desgraciarse como instancia apta para resolver las cuestiones que atarean a los gobiernos en una democracia normal. Y si elige la adaptación sin reservas, se expone a perder su identidad histórica. Esto último, en principio, no es deseable. Ahora bien, el que no sea deseable no significa que sea fácilmente evitable. La realidad está desbordando, en dosis masivas, los moldes en que todavía se desarrollan las discusiones y análisis teóricos al uso. Un ejemplo no más, recogido del último libro del Nobel Robert William Fogel (The Four Great Awakenings, Chicago of University Press. Ver, sobre todo, el apéndice de Chulhee Lee). En Estados Unidos y Europa, el coeficiente Gini se ha torcido desde 1973. Desde esas fechas la desigualdad no decrece, sino que crece: entre 1980 y 1988, la renta del diez por ciento más rico de la población aumentó en EE UU diez veces más que la renta media del país. ¿Estamos frente a un retorno al deplorable pasado? No. Un examen fino de la evidencia revela que el 45% del aumento de la desigualdad es imputable a la mayor tasa de empleo, y más horas de trabajo al día, entre los cabeza de familia pudientes. El 9%, a la mayor implicación de la mujer en el mercado de trabajo, y sólo el 6%, a la subida de los sueldos. Los 'ricos', al revés que los rentistas de antes, trabajan mucho, y además permanecen en el decilo alto de la renta un tiempo limitado. De hecho, vienen a ser, en su mayor parte, profesionales bien pagados. En apoyo de esta conjetura, mencionaré otro dato sorprendente: la renta generada por el aumento de la productividad en Estados Unidos ha beneficiado, abrumadoramente, a los empleados, y no a las empresas. Los costes laborales absorben ahora el 87% de la producción no financiera, cifra récord en la historia (Restating the '90s, Business Week, 1-4-2002).
Cabría pensar que los situados en la parte baja del tablero están donde están porque no han encontrado empleo. Tampoco. Aparte de recalar en la zona baja por tiempo también limitado, resulta que mantienen una capacidad de consumo equivalente a la de las zonas intermedias. En efecto, sólo una cuarta parte de los 'pobres' son crónicamente pobres. Las tres cuartas partes restantes están constituidas por profesionales que se toman un sabático, o se dedican a sus aficiones o familias. Ha cambiado el modo de producir, ha cambiado el concepto del ocio, y todo anda revuelto y como mudado. Esto no tiene por qué arredrar a la izquierda radical, para la cual la verdad revolucionaria es la noche absoluta en que todas las vacas son negras (parodiando la parodia que Hegel hizo de Schelling). Pero es definitivo para los partidos socialdemócratas que aspiran seriamente al poder, y que, por tanto, no están en situación de ignorar lo que es una política responsable. En un artículo aparecido recientemente en el Frankfurter Allgemeine Zeitung ( 'Was von Dauer ist', 9-2-2002), Ralf Dahrendorf compendiaba elocuentemente la situación. El 36% de las quinientas personas más ricas de Gran Bretaña proceden del mundo del espectáculo o del deporte. Se han hecho ricos, por así decirlo, por sufragio popular. ¿Cómo identificarlos con los antiguos opresores? ¿Con qué argumentos discutirles su riqueza una vez que han pagado sus impuestos?
El repertorio clásico no ofrece respuestas a estas preguntas. La obsesión adversativa de la izquierda con el pensamiento único tampoco es feliz. Es posible que el FMI esté depositando una confianza milagrera en la apertura de mercados y la liberización como remedios para salir del subdesarrollo. Y es verdad que algunos autores han confundido el mercado con la purga de Benito. Ahora bien, ello no ataca de frente el problema de la izquierda institucional. El cual reside en que ha variado el guión y los personajes no son los mismos, ni recitan tampoco los mismos papeles. En particular, la izquierda se está haciendo un daño considerable al no desprenderse de su tendencia a representárselo todo en los términos dramáticos y ejemplarizantes de la lucha de clases. Tomemos otra vez el contencioso de la globalización. Es lícito, aunque probablemente optimista, exaltar la globalización como un bien sin mácula. Es igualmente lícito, y preferible a mi entender, discutir los pros y los contras, y optar francamente por lo que parezca menos malo dadas las circunstancias y la libertad objetiva de maniobra. Lo que no resulta de recibo es aceptar vergonzantemente la retórica antiglobalizadora, y la insinuación de que en el mundo se está librando una batalla a muerte entre ricos y pobres, y apuntarse a la vez a la globalización porque las alternativas son costosas o porque, en el fondo, no se está muy seguros de que la expansión del comercio sin trabas no sea bastante mejor de lo que se pretende. No se salvará la contradicción... enviando una punta de ministros a Porto Alegre.
No se sigue de aquí que el pensamiento de izquierdas vaya a desaparecer. Éstas son supercherías fukuyamescas, en las que no merece la pena siquiera detenerse un rato. Más bien, el pensamiento zurdo se reorientará. En parte, en direcciones insospechadas. En parte también, hacia la crítica cultural y hacia formas de expresión desligadas del juego partidario en su acepción estricta. Cuál termine siendo, en el ínterin, el destino concreto de los grandes partidos socialdemócratras, es una cuestión indecidible en términos generales. Blair ha conseguido consolidar a la izquierda nominal en el poder a costa de enemistarse con el izquierdismo militante. Jospin no ha cortado amarras con el ideario socialista, pero ha sucumbido por causa de un lenguaje en exceso oblicuo, el invento de la primera vuelta en las presidenciales, un voto protesta poco medido, y la crónica inestabilidad de Francia en el dominio de la vida pública. Quien piense que en Francia ha cobrado otra vez momento el anhelo revolucionario, en su versión castiza al menos, se equivoca. Más justo sería decir que Jospin se ha convertido en una suerte de san Sebastián de l'Ancien Régime. Se le veía fondón, como a Chirac, y contra él se ha ensañado el electorado con un plus más de energía (3%). Un 3%, claro está, de oro. A propósito: la derecha también tiene problemas. Como carece, sin embargo, de ideología, sus problemas no son ideológicos. O en todo caso, se prestan menos a la elegía, la endecha, o la celebración funeral.
Álvaro Delgado-Gal es escritor.
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