¿Fascismo o ruptura política?
La primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas no ha supuesto un gran triunfo para la extrema derecha francesa; los obreros y los comunistas no se han pasado de golpe y en masa al Frente Nacional; la izquierda no ha desaparecido en Francia como por ensalmo; la propuesta política actual de Le Pen, como escribe Edgar Morin, no es fascista, sino de un populismo nacional-integrista; más de la mitad de los franceses rechazan el sistema y postulan la ruptura política. Aunque la lectura dominante de los medios no coincida con ellos, éstos son los hechos.
La extrema derecha lepenista existe en Francia desde hace 30 años. Hace más de 10 que su porcentaje de votos oscila entre el 12% y el 15%. El salto más importante se sitúa entre 1988 y 1995, mientras que entre esa fecha y 2002 el progreso de Le Pen, si nos referimos al número de inscritos para evitar la deformación que produce la abstención, es de tres décimas (11,80% en 1995 y 12,10% en 2002), y si le añadimos los electores de Megret no sobrepasa los dos puntos. Se trata, pues, del desarrollo de un proceso, no de una explosión súbita y extraordinaria. Lo mismo cabe decir del trasvase del voto obrero a la extrema derecha, ya que, como nos recuerda Emmanuel Todd, esa adscripción se produce durante el segundo septenio de Mitterrand (1988-1995), en el que Le Pen gana 11 puntos, pasando del 16% al 27% del electorado obrero, frente a los apenas 3 puntos de más que consigue en las elecciones de hace 13 días. Ese ligero aumento tiene lugar en el marco de la geografía lepenista, que va desde el Norte al litoral mediterráneo, pasando por el Este, con la incorporación de algunas áreas rurales del centro, ámbitos todos ellos en los que coexisten una inmigración importante con una población profesionalmente amenazada y socialmente en declive -parados, obreros y empleados en actividades precarias, pequeños comerciantes y pequeños artesanos, etc.-, en los que la exclusión cultural perfecciona la marginación social.
Es un disparate hablar de la extinción de la izquierda en esta elección cuando, sumando todas sus variantes, todavía sobrepasa el 43% de los votos emitidos. Como lo es afirmar que el voto comunista ha emigrado a la extrema derecha, cuando es evidente su destino abstencionista y trostkista. Lo realmente significativo de los resultados del 21 de abril es que el 54,30% de los electores inscritos hayan rechazado a los 10 candidatos que Gerard Courtois llama candidatos de gobierno, es decir, susceptibles de formar una mayoría razonable, de derechas o de izquierdas.
Esa disidencia electoral, que era del 27% en 1981 y llegó al 39% en 1995, es ya ampliamente mayoritaria. Y si, como sugiere Courtois, se le agrega el 8% de los franceses que no se han inscrito, a pesar de que podían haberlo hecho, la ruptura electoral es aplastante: tres de cada cinco franceses se han pronunciado, en esta votación, no por el fascismo, sino contra el sistema político por el que se rigen. Esta ruptura político-electoral ha suscitado las más pintorescas e interesadas interpretaciones. Desde la de quien, el pasado domingo, en este mismo periodico, 'responsabilizaba a la izquierda de fabricar el fascismo de nuestros días por su rechazo sectario de la mundialización', hasta la histeria de buena parte de la prensa norteamericana, que ha añadido la guerra contra el fascismo europeo a su lucha contra el terrorismo.
Ese compacto y mayoritario no que han dado los franceses a su régimen político, ¿está destinado a durar? Los cinco años de política social-liberal y el bajo perfil político de su campaña presidencial han sido, según la mayoría de los analistas, los responsables de la defección electoral socialista, a la que los cuatro puntos de diferencia en los sondeos entre Jospin y Le Pen convertían en una advertencia sin consecuencias, pero cuya convergencia con las otras impugnaciones antisistema han transformado en un revelador dramático. El millón y medio de manifestantes del 1 de Mayo, la unanimidad de la repulsa antifascista, reiteran lo que algunos llevamos diciendo hace casi 20 años: los principios y valores democráticos no tienen hoy un más allá, pero la democracia del Estado-nación del XIX y del XX ya no sirve. El reciente despertar cívico de los jóvenes les enfrenta a la tarea de crear una democracia que los haga efectivos.
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