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Columna
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La nostalgia del Estado nacional

Los resultados de la primera vuelta en las elecciones presidenciales francesas se explican acudiendo a la abstención -sólo alta, medida con el rasero francés- y a la división del voto entre nada menos que 16 candidaturas. Fragmentación que, pese a que venga facilitada por la ley electoral, no deja de mostrar la debilidad del viejo sistema de partidos. Se trata, en todo caso, de una aclaración aritmética que mantiene en la penumbra los factores políticos, y sobre todo los sociales, que las cifras reflejan.

Si entramos en la maraña del análisis político, lo más llamativo es que repitan los mismos candidatos de hace cinco años en las posiciones favoritas -hasta tal punto son inamovibles las cúpulas de los partidos-, con el agravante de que han pasado cuatro 'cohabitando'. No podía quedar más patente la idea de que ambas opciones son intercambiables que estar representada, una por el presidente de la República y la otra por el presidente del Gobierno. Cierto que al votante avisado no se le escapan las diferencias entre Chirac y Jospin, pero para una buena parte del electorado lo decisivo son las imágenes y en la televisión se les ha visto caminar juntos en todas las cumbres europeas.

La 'cohabitación', efecto perverso de la Constitución de la V República -lo que está mal hecho suele dar mal resultado-, expande la imagen de un centro-derecha y un centro-izquierda que se reparten el poder en amigable componenda. Sucedía en Austria hasta el triunfo de los liberales xenófobos de Haider y ha ocurrido en Francia, donde derecha e izquierda 'cohabitaban' sin mayores problemas, delimitando lo que se ha dado en llamar 'el sistema'. Se mantiene así la vieja dinámica entre partidos del sistema, defensores de lo establecido, y partidos antisistema, que recogen la protesta y el malestar social. En la IV República, el Partido Comunista había desempeñado esta función. La cuestión es por qué el testigo ha pasado de la extrema izquierda a la derecha radical.

Las causas del ascenso de la extrema derecha hay que buscarlas en el ámbito político-social. El factor decisivo es la internacionalización de los capitales y de la producción, la llamada globalización, que después del desplome del bloque comunista ha recuperado la velocidad de crucero que mantenía antes de 1914. Al quedarse raquíticos los mercados nacionales, la respuesta adecuada ha sido ir trasladando las competencias económicas del Estado nacional a entidades supranacionales como la Unión Europea. Proceso imparable, dado el rápido desarrollo de las fuerzas productivas, pero que en la moderna sociedad de los tres tercios conlleva uno de perdedores: a la larga, el sector rural -no cabe mantener indefinidamente una agricultura altamente subvencionada-, y sobre todo la mano de obra no cualificada, que tiene que competir con la de sociedades menos desarrolladas con salarios mucho más bajos, y con una inmigración en rápido ascenso, como consecuencia necesaria, aunque no siempre querida, de la globalización.

Le Pen lo ha dicho con toda claridad: en lo económico, de derechas, es decir, defensor de la economía capitalista con todas sus consecuencias, único modelo que permitiría un crecimiento económico continuado; en lo social, de izquierda, es decir, dispuesto a mantener una red que distribuya la riqueza. El reparto exige la acumulación previa de riqueza; no tiene sentido adjudicar pobreza. En estos dos puntos la alternativa antisistema no se separa de la posición en que convergen el centro-izquierda y el centro-derecha. La innovación consiste en afirmar que, dado que no hay para todos, la distribución ha de hacerse sólo entre nacionales. Fuera extranjeros y recuperemos una política económica nacional que posibilite una social, sólo para los de casa, aunque ello implique salir de la Unión Europea. Por lo pronto, el ascenso de la extrema derecha en Europa se revela el canto de cisne de un Estado nacional condenado a desprenderse de sus antiguas ideologías, estructuras y buena parte de sus competencias.

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