Oscuras amistades
Aunque parezca lo contrario, el cine y la pintura no se llevan bien, tienen una amistad rara, oscura. Lienzo y pantalla no son la misma tela, no están hechos de la misma sustancia. Sus relaciones son intrincadas, difíciles de decir. En cine, el pictorismo es entendido desde siempre como defecto, como un manierismo o un amaneramiento propio del celuloide pretencioso. Son incontables las películas, sobre todo de época, que imitan a la pintura e, imitándola, la degradan a instrumento, a recurso ornamental.
Y son, en cambio, muy pocas las películas que absorben la esencia de la creación pictórica y, lejos de convertirla en ornamento, extraen del lienzo pantalla. Además de algunas elegidas en el ciclo valenciano -sobre todo el prodigio de la cámara de Víctor Erice frente a un lienzo de Antonio López en El sol del membrillo- es el caso de la absorción por una secuencia de Recuerda de varias telas del más puro Salvador Dalí; y, más al fondo, de la genial conversión de una casa solitaria de Edward Hopper en eje del ámbito oculto y desolado de Psicosis. Y es Hitchcok el cineasta que más hondo ha llegado dentro del pozo, o misterio, tan escaso, que es además milagro, de una mutación de pintura en cine.
Ese enigma es también tocado por dentro por la indagación en la vida de Andrei Rublov, el gran pintor religioso ruso, por Andrei Tarkovski. Y, más cerca de tierra, por el vuelo de poesía e ironía que Orson Welles da a su cámara de 16 mm alrededor de la figura grave y pícara del supremo falsificador de pintura, Elmyr de Hory, en Fakes. Y hay esencias de pintura dentro de El contrato del dibujante, la más consistente obra de Peter Greenaway; como las hay dentro de la indagación de la inquietud de las manos de un pintor en su tarea, primorosamente filmada por Jacques Rivette en La bella mentirosa, y, antes, en la búsqueda de Henry Georges Clouzot en las manos de El misterio Picasso.
Y quedan habas contadas. La bellísima conversión de la pantalla en lienzo que William Dieterle logra en Jennie; la delicada atmósfera con que Jacques Becker envuelve a Gerard Philippe en su recreación de Modigliani en Montparnasse 19; la verdad física que Charlton Heston da a la energía de las manos de Miguel Ángel en El tormento y el éxtasis; la indagación en rincones de las sombras de Caravaggio por Derek Jarman; la tempestad anímica del Rembradt de Charles Laughton; el Van Gogh de Maurice Pialat; el Pollock de Ed Harris; el Leonardo de Vinci de Philippe Leroy; el Lautrec de Roger Planchon y, más lejos, el de Moulin Rouge, de José Ferrer y John Huston; el Picasso de Anthony Hopkins; el Rodin que Depardieu creó en La pasión de Camille Claudel; el desmelenamiento de Alec Guinness en el pintor loco de Un genio anda suelto.
Babelia
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