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Columna
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Éxito de lo banal

Pierre Bourdieu hablaba de nuestra época como el tiempo de 'sublimación de lo banal'. Sublimación, éxito de lo banal, lo mismo da. Cuando ahora se produce la victoria de Le Pen en las presidenciales francesas el resultado se tiene por un impronosticable horror. Más que eso: significativamente se le denomina seísmo u otra figura de las catástrofes que tienda a presentarlo como un hecho sin fundamento, proveniente de la locura o la lógica sin razón. Una catástrofe o un desenlace sin enlace con la realidad.

Sin embargo, el éxito lepenista es bien real. El voto otorgado a sus propuestas (desde la tolerancia cero a la pena de muerte, desde la negación de la nacionalidad a los extranjeros a la exultación de nuestra condición) traduce el deseo inmediato de su electorado. No un electorado supuestamente volcado a la derecha sino compuesto también por trabajadores y parados subversivos. Muchos de ellos mayores de 50 años pero otros no, ciertos ex comunistas, representativos en grupo de lo normal.

Una semana antes L'Express publicó un reportaje sobre la nueva sociedad francesa que tituló 'El triunfo de la mediocracia'. Pero esta mediocracia no era de derechas ni de izquierdas, no era medio rica ni medio pobre, no era muy crítica ni poco. Era la comunidad. Una comunidad que hoy se define por la mayor audiencia ante el televisor y que en España ha exaltado Operación Triunfo o Gran Hermano y que ha propiciado las secuelas de El bus, Supervivientes y la tan insufrible Confianza ciega.

Instruida la mediocracia entre María Teresa Campos y Crónicas marcianas, entre Sabor a ti y Grandiosas, ¿cómo pensar en la política, en la complejidad multicultural, en los trastornos étnicos, en cualquier elemento que perturbe la distracción? La mediocracia no sólo se alimenta de la mediocridad sino de un caldo tibio, ni caliente ni frío, que aspira a no ser alterada por la menor agitación y se complace en las olas de la banalidad.

Las mujeres españolas suelen quejarse de la desbordante oferta futbolística en nuestra televisión pero definitivamente la televisión se ha feminizado casi totalmente y lo ha hecho dentro de su nivel más mórbido. De la mañana a la noche, la televisión feminizada danza entre el cultivo de lo banal y el aderezo de las sobremesas que empiezan con Betty, la fea. Todas esas historias de amor y cotilleo instruyen día a día sobre lo que merece ser televisado y sobre lo que, en definitiva, la población asume sin parar. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes, desde Belén Esteban a Carmina Ordóñez, nada ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin que pase nada profundo mientras la sensación deja a los cuerpos pulidos de inquietud, banalizados a imagen y semejanza de la imagen.

El voto a Le Pen o a cualquier opción que se le parezca podría parecer, a primera vista, una apuesta fuerte. Pero podría ser pronto la consecuencia de un dejar estar y de obrar siguiendo las pulsaciones más cómodas del corazón, del Corazón de invierno, del Corazón de primavera. Cada estación, día tras día, el corazón queda atendido por una feliz sucesión de bobadas que como médulas van reproduciéndose y poblando la memoria de historias y cuentos sin dimensiones. Nunca el hombre o la mujer sin atributos que se temía para los tiempos de bajo entusiasmo ha tenido una colaboración más eficiente que la mediocracia del televisor. La convicción se debilita confortablemente, la inteligencia se alabea y el sentido de la crítica pierde prestigio ante el impagable regalo del sinsentido, la mitología de lo más banal, la degustación de lo que no importa nada de nada como signo superior del bien y el mal.

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