Gratitud
Las a mi juicio tres cualidades que definen al coleccionista ideal concurrían en la trayectoria del barón Thyssen-Bornemisza: las de recibir, crear y dar. En primer lugar, el barón Thyssen heredó la colección de arte antiguo de su padre, pero la hizo suya; esto es: luchó porque ninguno de los fragmentos del reparto la dispersase, adquiriendo las partes familiares de quienes sólo apreciaban su valor económico. En segundo, no enterró ese talento recibido, sino que quiso compartir el secreto de su hechizo y él mismo la continuó de manera propia, que es la única posible; esto es: se dedicó a formar una colección personal de arte contemporáneo, demostrando enseguida que no renunciaba a su gusto y sensibilidad singulares. En tercero, quiso que este legado fuera finalmente de titularidad y disfrute públicos, y pugnó porque se inaugurase el museo que hoy resplandece en Madrid, frente al Museo del Prado, al que, sin competir, completa, y, muy cerca del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, cuyas grandes lagunas colma de una forma que hoy ya resultaría imposible rellenar de otra manera.
En relación con esta última cualidad, la de la donación, que hizo exclamar, admirado, a Walter Benjamin, que el coleccionista verdadero retiraba la obra de su circulación mercantil, tuve la oportunidad de observar cómo gestionó el barón Thyssen una buena parte de este proceso, a veces en medio de la incomprensión. Por eso sé que en ningún momento buscó otro beneficio que el que su colección resplandeciera óptimamente en y para el público, pero sin inmiscuirse insidiosamente en el control de los demás detalles. Tuvo, eso sí, que negociar con sus herederos para que sacrificasen parte de sus legítimos derechos y dio facilidades para el establecimiento del acuerdo con el Estado español, otorgando su completa confianza para que los representantes de éste tomasen las medidas pertinentes. Más: una vez inaugurado el museo, espoleó a su mujer para que compartiera su pasión y ella misma formase una nueva colección, como así hizo. Contemplar todo este proceso ya habría sido por sí mismo un espectáculo estimulante, pero qué decir cuando encima su beneficio se ha volcado sobre nuestro país, nuestra sociedad, nuestros amantes del arte pasados y futuros. Sólo hay una respuesta ante la presencia de un coleccionista ideal como el que he descrito: la gratitud.
Por otra parte, también es justo y necesario subrayar que, por una vez, el Gobierno español supo estar a la altura de las circunstancias, porque respondió a tan generosa oferta no sólo arbitrando los medios necesarios, sino logrando un acuerdo parlamentario que hizo de este museo el resultado de la voluntad política completa del pueblo español.
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