El junco que aplastó a una roca
Muhammad Ali, llamado antes Cassius Clay y apodado Loco de Louisville, es, además de un boxeador inigualado, uno de los signos más vivos de una década tan llena de turbulencias como la que siguió al asesinato del presidente John Kennedy en noviembre de 1963. Meses después del crimen de Dallas, Clay (o Ali) saltó a la celebridad al derrotar con asombrosa facilidad a la fuerza bruta del campeón Sonny Liston. Y comenzó la historia del junco que machacó a una roca, y finalmente a dos rocas.
Era Ali un muchacho de 22 años, bello, alto, espigado, elegante, dotado de una asombrosa agilidad en los pies y las manos y tocado por el don de la gracia y la elocuencia, que en el ring se movió, y hechizó al mundo, como una gacela entre los toscos zarpazos de un oso. Nada volvió a ser lo mismo en el boxeo (ni de paso en Estados Unidos) tras aquellos ocho asaltos, que adquirieron súbitamente condición de metáfora de la vida estadounidense y desencadenaron una leyenda de libertad que llegó a su punto de cumbre 10 años después, en otoño de 1974, en Kinshasa, capital del viejo Congo, donde Ali, desposeído de su título por haberse negado a combatir en la guerra de Vietnam, lo recuperó en un genial combate, en el que echó por suelos a la mole de Carl Foreman, de manera que otra vez el junco aplastó a la roca...
ALI
Director: Michael Mann. Guión: S. J. Rivele, Ch. Wilkinson, E. Roth, M. Mann, G. A. Allen. Intérpretes: Will Smith, Jamie Fox, Jon Voight, Mario van Peebles, Ron Silver, Jeffrey Wrigth. Género: drama. EE UU, 2001. Duración: 157 minutos.
Aquel genial deportista, y agitador político de electrizante fuerza, se le ha metido hasta muy dentro a Will Smith, que, bien escoltado por Jon Voigt y Jamie Fox y un reparto coral excelente, logra sostener por sí sólo una película bien producida, correctamente escrita, pero de escasa ambición por parte del director, Michael Mann, cuya cámara se queda en el umbral de un suceso vivísimo, grabado en la memoria del siglo XX, pero sin penetrar en él más que a través de lo que da a la pantalla la composición de Will Smith, que no es poca cosa, pero que no basta. La materia histórica narrada está por encima y desborda el cauce narrativo que elabora Mann. El qué no cabe en el cómo. Y, así, la mayor virtud de Ali procede paradójicamente de su limitación, de que no colma la sed de conocimiento que provoca y, una vez vista, abre el deseo de entrar mucho más a fondo en las entretelas de este fascinante suceso y de la década en que transcurre.
Babelia
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