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Columna
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Cobijo

Hay palabras de aspecto insignificante. Palabras corrientes, del montón. Que no parecen albergar en sus entrañas -de letras y aire- ningún misterio. Pero a veces, miradas de más cerca, atendidas, pueden dar la sorpresa. 'Manta' es una de ellas. Porque no se limita a designar un tejido, sino que representa una textura, un entramado de significaciones mucho más sofisticado.

De 'manta' calificamos, por ejemplo, a una persona probadamente incompetente. 'A manta' decimos de lo que se presenta en abundancia. La expresión una 'manta' de besos o de palos tiene un sentido no sólo cuantitativo sino también y sobre todo cualitativo que traduce el humor, la determinación e incluso la naturaleza de quien eso ofrece o con eso amenaza.

En algunos lugares de Latinoamérica, a las mantas de tapar, de abrigarse las llaman 'cobijas'. A mí me encanta ese nombre que connota enseguida, además de la importancia literal de la prenda, su grandeza metafórica. Que el cobijo es protección, solidaridad, reparto.

Y ahora mismo la cabeza se me llena de imágenes de mantas cobijando. En cualquier desastre natural, siempre vemos a alguien repartiéndolas entre los damnificados; envolviendo y así reconfortando, en lo concreto y en lo impalpable, a las víctimas. En noches de pateras, siempre hay gente civil que baja a la playa con las mantas de casa para calentar a los inmigrantes ateridos. Y es muy probable que esa envoltura sea la única oportunidad, la única actuación de la esperanza en los que llegan.

A la muerte, cuando se produce en un lugar público, también la cubrimos con una manta. Para preservar la dignidad de ese cuerpo deshabitado, incapaz ya de compostura. Pero además para proteger a los que seguimos vivos, para permitirnos conservar las estrategias ahuyentadoras de ese final, nuestro olvido.

Y una manta puede bastar para resumir o probar el cariño del que somos objeto o sujeto. La manta que echamos, por ejemplo, sobre quien se ha quedado dormido en el sofá. La que alguien nos pone encima, con cuidado, cuando somos nosotros los traspuestos.

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Esta semana el Gobierno holandés ha dimitido en pleno por la responsabilidad, entendida y asumida, de las tropas de ese país en las matanzas de Srebenica. Se trata de una responsabilidad por omisión y además compartida con otras fuerzas internacionales de protección de la zona. Al conocer la noticia yo enseguida he pensado en las mantas. En esa acepción simbólica, de solidaridad y empatía, de la que vengo hablando; pero también en otra igualmente valiosa. Porque 'tirar de la manta' es una expresión que utilizamos para significar desenmascaramiento, abolición de impunidades inmerecidas y de falsas coartadas.

La cooperación humanitaria se ha convertido en la gran coartada del primer mundo. Y tenemos cada vez más ejemplos de cómo la manta de la ayuda real -defendible por mínima y debida- sirve a veces para resguardar y camuflar intereses ajenos a la solidaridad o directamente incompatibles con ella. De cómo las credenciales de la intervención entre los mundos se convierten en ocasiones en cartas blancas que amparan adoctrinamientos, tráficos y atropellos.

Se ha tachado la dimisión del Gobierno holandés de vacía y demagógica -las elecciones estaban ya previstas para el próximo mayo-. A mí me ha reconfortado; por insólita y simbólica -los símbolos, porque son de aire, son el aire de la vida-, y porque ha dejado ver debajo de la manta.

Habría que tirar más de esa manta. Tirar de las intervenciones que encubren invasiones. De las limosnas que distraen, es decir, debilitan las conciencias. De los parcheos que alivian pero perpetúan las condiciones de la desigualdad. De la impunidad de las estructuras 'libres de toda sospecha'. Habría que liarse la manta a la cabeza y tirar y tirar.

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