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Columna
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El beso

El primer beso entre dos personas del mismo sexo lo presencié en Atenas. Por aquel entonces era un crío, Franco expiraba y Grecia acababa de quitarse de encima la dictadura de los coroneles. La capital helena olía a libertad, un aroma intenso que embelesaba cualquier pituitaria habituada a ese tufo rancio que aquí nos amodorraba. Fue en la plaza de Omonia. Apoyados en la barandilla de la boca del metro, dos jóvenes impolutos juntaban sus labios con la misma delicadeza que si besaran a un gorrión. Reconozco que me quedé pasmado, tanto que no supe siquiera disimular el gesto de pardillo que dibujó en mi cara aquella visión extraterrestre. Tardé tiempo en asimilarla. Al principio no podía entender cómo hacían eso en plena calle en lugar de ocultar su condición de 'maricones'. Me preguntaba qué les empujaba a asumir públicamente rechazos, desprecios y sobre todo la mofa que tan duramente les flagela. Sólo cuando logré despejar la niebla de prejuicios que me cegaba entendí que esos dos muchachos no habían sucumbido temerariamente a un arrebato de deseo. Hacían lo que querían y lo que sentían y no tenían motivos para esconderse. Fue una clase magistral de libertad que me enseñó a respetar la sexualidad de cada cual y a perder el respeto a quienes no lo hacen.

Han pasado casi treinta años desde entonces y aquí aún hay inquisidores que se escandalizan por ver a dos hombres o dos mujeres besándose. En Madrid esta semana hemos asistido a uno de los episodios más grotescos que la clase política regional nos puede brindar. Me refiero, como imaginarán, a la retirada y posterior reposición de un cartel publicitario en la cafetería de la Asamblea Autonómica. Alguien que no ha querido dar la cara, y cuya identidad protege celosamente el encargado de la empresa concesionaria, pidió que quitaran de la máquina del tabaco esa publicidad de Lucky Strike en la que dos muchachas acercan sus labios en los prolegómenos de un beso. El de la cafetería, que no quiere líos, lo tapó con un cobertor blanco ignorante de la polémica que desataba con tan ingenua censura. Los grupos de la oposición cayeron como lobos sobre el partido gobernante, al que acusaron de dar la orden mientras los diputados populares se miraban entre sí tratando de adivinar quién pudo ser el capullo que metió tan torpemente la pata.

Algunos pensaron que una iniciativa así vendría del propio presidente de la Cámara, Jesús Pedroche, un hombre ligado al Opus Dei y que no dudó en significarse absteniéndose en la votación de la ley de parejas de hecho. Quien así lo creyó, sin embargo, conoce poco a Pedroche. Un colaborador o colaboradora suya tal intervendría por hacerle la pelota al jefe, pero él nunca se metería en un berenjenal de tapadillo. Lo cierto es que, como nadie se declaraba impulsor de la retirada del cartel, nadie se atrevía a ordenar su restitución. Así hasta que el portavoz de Izquierda Unida Ángel Pérez manifestó estar dispuesto a ser la mano ejecutora que devolviera el lésbico anuncio. Las multinacionales tabaqueras de Virginia nunca habrían imaginado a un político de extracción comunista defendiendo con tanto ahínco la publicidad de una de sus más afamadas marcas, sobre todo cuando el diputado Pérez ni siquiera fuma Lucky Strike. Por fin, el miércoles pasado, los servicios administrativos de la asamblea dieron instrucciones a la empresa concesionaria de la cafetería para que repusieran el cartel. Según explicó la empresa en un comunicado, nadie les había obligado a quitarlo, sino que lo decidieron tras escuchar unos comentarios. Es evidente que, en lo relativo a la homosexualidad, ciertos parlamentarios votan una cosa y piensan otra. Este episodio del cartel no es más que un pequeña muestra de los prejuicios y la gazmoñería que aún impera en nuestro país. Al margen de la publicidad que obtuvo por la gorra dicha marca de tabaco, esta chanza ha servido a los colectivos de gays y lesbianas para levantar sus banderas. En el momento de redactar esta columna, la COGAM ultimaba una 'gran besada' frente a la Asamblea. Confío en que esta vez hayan sabido cuidar las forma y no caer en la grosería que presidió otras de sus expresiones públicas. Un beso tierno, como aquel de la plaza de Omonia, tiene más credibilidad y bastante más fuerza. Es el mejor símbolo de libertad.

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