¡Taxi!
Subo la Via Laietana el sábado de madrugada. Son las cuatro y media, y alegres grupos de jóvenes pasan hablando con sus móviles. Yo no soy un joven, ni estoy alegre; no puedo tampoco llamar a mis amigos porque todos están durmiendo, como Dios manda: yo sólo quiero volver a casa.
Comprendo que la culpa es mía, por beber, quiero decir, por beber alcohol. En realidad, la culpa es mía, por no querer conducir habiendo bebido: me he dejado el coche en casa. Bueno: mi primera culpa es salir de casa: ¡quién me mandaría a mí salir de casa un sábado (o un lunes, o un viernes, si a eso vamos...). ¿Qué se me ha perdido a mí, que vivo en la parte alta, por el Born? ¡Nada! Si algún amigo mío vive por el Born, ¡pues allá él! Si me invita a cenar, le diré que no. O si le digo que sí, será para no beber ni una gota, y me llevaré el coche, y entonces llegaré a la cena tarde, como los invitados que hoy han estado una hora saltando de aparcamiento repleto en aparcamiento repleto... Sí, eso es: saldré temprano, en coche, para tener tiempo de buscar aparcamiento, no beberé vino y luego seré mi chófer de vuelta. Lo malo es que, bien pensado, no es mi plan preferido.
Final de semana, salida nocturna: no hay taxis a la vista. En otras ciudades los hay por todas partes, son la salsa de la noche urbana
Pero (se me ocurre de pronto), ¿y los extranjeros que nos visitan, atraídos por nuestro clima y cultura? Ellos ni siquiera tienen coche... Pues que se pateen la ciudad nocturna, que es la mejor forma de conocerla, ¡hombre! Como respondiendo a este pensamiento, me cruzo con un grupo de notorios turistas en trajes de fiesta: ellas vacilando sobre altos tacones. Parecen cansados, pero seguramente es su culpa, por beber tanto...
Ahora, que son las cinco de la madrugada y espero en la parada del N8, recuerdo que no sólo me está costando bastante volver a casa: lo curioso es que también me ha costado salir de ella. Pero la culpa es mía, por vivir en Sarrià. Una tras otra, tres centrales de taxi me contestaron a las ocho de la tarde del sábado que no tenían coches: alguna lo hizo 10 minutos después de mi llamada, ¡cómo iba pasando el tiempo! Por suerte, a esa hora quedaba un recurso, y bajé en metro: ¡nunca lo hubiera hecho! Ahora no tengo metro que me suba.
¿Por qué ocurren estas cosas?, medito en el confortable interior del N8, que ha decidido parar 20 minutos en la plaza de Catalunya antes de seguir su camino (de modo que puedo pensar mucho). ¿Por qué no hay taxis en Barcelona? Algún problema habrá cuando un lunes a las once de la noche en Gràcia no viene ni uno o un martes a las doce en la plaza de Catalunya hay una gigantesca cola (fundamentalmente de guiris, todo hay que decirlo: ningún nativo confía en este medio de transporte...). Por no hablar de lo que ocurre si llueve, si estamos en Navidad o si es fin de semana... A propósito: un coche sin distintivo de SP, sin número, ni luz, ni taxímetro se para a mi lado y un grupo de jóvenes arrojados se precipitan a su interior: ¿sabían que han empezado los taxis clandestinos en Barcelona? Me subiría a uno de ellos, pero -probablemente por mi culpa- me da no sé qué usar un servicio ilegal; aunque reconozco que esta alternativa, que he visto en sitios como Harlem, puede dar un aire cosmopolita a Barcelona.
Leo con avidez sobre la reforma del sector del taxi; pero son cosas muy raras: taxis compartidos, derecho de elección de vehículo en las paradas... ¡Justo cosas que no nos importan! Ni una palabra sobre la carestía total de vehículos, sobre la necesidad de mantener un mínimo servicio público: uno llega en el barco de la Trasmediterránea, a la estación de autobuses de Sants, o en el puente aéreo un poco tarde, ¡y no hay ni un taxi! Bien pensado, ¿para qué habría de haberlos, en un sitio al que llega la gente cansada y con maletas? La culpa es nuestra, por viajar... Se rumorea que hay cientos de marroquíes esperando una licencia, que les tienen bloqueada. ¡Eso, eso! (sueño): gente que no se vaya a la cama a las diez, que trabaje los sábados, domingos y en Semana Santa... que se harte de trabajar y de ganar dinero.
Las ciudades verdaderas que conozco hierven de taxis. aún diría más: la abundancia, baratura y seguridad del servicio de taxi es una garantía de la vida ciudadana, es el lubrificante de su actividad nocturna y diurna. Hace poco, desde estas páginas, un crítico gastronómico afirmaba que con un metro que se acaba a las once no puede haber restauración nocturna. Sin taxis, no hay ni restauración, ni espectáculos, ni casi relaciones amistosas; los turistas ya hemos acordado que deben fastidiarse y cumplir su esforzado oficio, pero es que además hay muchas personas (ancianos, discapacitados en grados diversos) que sólo tienen al servicio público para moverse. Pero ya sé, ya sé lo que están pensando: es culpa suya...
Si un puñado de profesionales del vehículo con un montaje bien organizado tiene secuestrada a la ciudadanía, entiendo su postura, pero no que un Ayuntamiento la respalde. Una ciudad que quiere ser un destino de compras, turístico, lúdico, hostelero (pienso, llegando a casa en el bus nocturno, dos horas y media después de haber descubierto que nunca encontraría taxi), ¿puede permitirse descuidar su infraestructura de movilidad más primaria?
Parece que sí...
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