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Columna
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Encerrados en un solo relato

Josep Ramoneda

Apareció la Barcelona del XVIII y empezó el barullo. Produce cierta admiración que el hallazgo de unas ruinas de tres siglos atrás, protegidas de los elementos por un magnífico paraguas del XIX, haya provocado el mayor debate mediático de los últimos años. Si éste es el principal problema de Barcelona, o la ciudad va muy bien o la comunidad opinadora anda bastante despistada. En cualquier caso, esta repentina fiebre por las piedras y los libros es un síntoma de interés para los especialistas en psicopatología colectiva.

Las apariencias engañan. Buena parte del debate se ha centrado en si se tiene que dar prioridad a la biblioteca o a los hallazgos arqueológicos, que han obligado a paralizar su construcción. Es, evidentemente, un falso debate. Sin entrar en una discusión, quizá de mayor interés e importancia, sobre el sentido y las formas de las bibliotecas del futuro, y el interés -relativo- de la llamada biblioteca provincial, esta biblioteca se arrastra desde hace 20 años. Si no la tenemos todavía sólo es imputable a lentitudes burocráticas y a dejadeces políticas. El subsuelo del Born aparece en la historia de la biblioteca después de un largo viaje a la búsqueda de ubicación por diferentes edificios de la ciudad casi todos ellos demasiado pequeños para las exigencias del proyecto. Aun cuando algunos arquitectos y algunos bibliotecarios habían advertido sobre la escasa adecuación del edificio a este fin. Con lo que -desde el punto de vista estético- el Born puede salir ganando si al final las piedras acaban mandando la biblioteca a otra parte.

No es, por tanto, la inexistente contradicción entre piedras y libros la verdadera causa del debate. No hace falta rascar mucho para que salga el motivo de la querella: 1714 o la destrucción de Barcelona. Si las ruinas fueran de 1326, pongamos por caso (es una fecha puesta al azar, no me salga algún historiador con alguna efemérides que abra una nueva polémica), quizá no habría habido siquiera debate. A lo sumo alguna intervencíón gremial, ya fuera desde el lado de los historiadores o desde el lado de los bibliotecarios. Pero todo país tiene sus paranoias. Y hay enunciados que las desencadenan automáticamente. En política, la paranoia es la repetición de una cadena argumental por reacción mecánica cada vez que alguien pronuncia una de las palabras o frases fetiche. Ha bastado que se hablara de los restos urbanos que dan cuenta de la destrucción de la ciudad en 1714 para que los mecanismos de la paranoia se pusieran en marcha.

Si estos hallazgos son de aquellas fechas, su conservación sólo puede servir para fetiche del victimismo nacionalista, sobre ellas no cabe ninguna hipótesis de interés cultural, sólo la construcción de un parque temático para que el nacionalismo pueda llorar sus derrotas, satanizar a sus enemigos y mantener viva la llama del patriotismo irredento. A juzgar por lo oído y leído estos días, uno podría llegar a creer que fue el propio Pujol el que una noche puso las piedras debajo del Born. Cualquier argumento sobre el interés de lo hallado queda completamente sepultado por la imposibilidad de que tenga otro uso que el de muro de las lamentaciones y de las exaltaciones del nacionalismo eterno.

Para dar lustre a la argumentación, sin embargo, se añade que el conservacionismo es una herencia de la cultura romántico-burguesa ya periclitada. Y que sólo si se tratara de edificios de gran valor artístico merecería la pena conservarlos. Lo cual si no es un razonamiento romántico-burgués es por aristocrático. Porque da por supuesto que no tiene el menor interés saber cómo vivían los ciudadanos de a pie, en nuestra ciudad, tres siglos atrás. Para conservar el palacio de cualquier marquesa pronto habría quórum; en cambio, conservar un trozo de ciudad sólo puede ser una ocurrencia del nacionalismo perverso.

No me considero nada conservacionista. Siempre me parece justificado poner el bienestar de los ciudadanos por delante del fetichismo de la piedra. Pero en un caso singular como éste, en que se puede conservar un fragmento representativo de la ciudad de una época sin afectar para nada al progreso de los barceloneses, más bien al contrario, no veo el interés en destruirlo. La biblioteca se construirá en otra parte y, si lo del Born se hace bien, Barcelona ganará un espacio público, porque el interés está en incorporarlo a la ciudad como un lugar abierto y no en cerrarlo con mentalidad museística, y el viejo cascarón de Fontseré seguirá allí haciendo esta función de salvaguarda de algunos secretos de la ciudad.

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Desde otros territorios la visión de las piedras desencadena inmediatamente el agraviado discurso de los derechos. Hay un derecho a la memoria, dicen, y debe reconocerse. También por aquí vamos mal. La memoria, como todo discurso, es una construcción. La memoria se hace de recuerdos y de olvidos, de hechos y de manipulaciones. Forma parte de la cultura. Y con ella roturamos nuestro territorio mental. Pero hablar de la memoria colectiva como un derecho es querer encerrar a la sociedad en un solo relato. Es decir, seguir cultivando el juego dual de las paranoias de unos y otros.

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