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Powell y los europeos

Cuando el primer ministro y el ministro de Asuntos Exteriores españoles, en representación de la UE, se reúnan con el secretario de Estado Powell no necesitarán hacer la pregunta retórica que hizo públicamente el rey de Marruecos el lunes: '¿Por qué no ha ido primero a Jerusalén?'. La visible depresión de Powell, su propio pesimismo sobre las posibilidades de tener éxito, dan una respuesta evidente. Este viaje es un ritual adoptado por un Gobierno estadounidense decidido a imponer su voluntad al mundo. El bochorno momentáneo provocado por uno de sus satélites indispensables, Israel, es ya demasiado grande para seguir ignorándolo; hay que fingir que se hace un esfuerzo para imponer cierta disciplina.

A diferencia de muchos de sus colegas en el Gobierno de Bush, Powell entiende que el mundo más allá de nuestras fronteras es complejo y que la mayoría de sus habitantes no consideran su obligación fundamental seguir las instrucciones de Washington. Ésa es la razón de que la Casa Blanca haga una infrautilización sistemática del Departamento de Estado, de su experiencia institucional y de sus informaciones. No hay duda de que Powell es sincero al exigir que acaben las matanzas, pero eso no elimina la contradicción del papel que se le ha asignado: representa la antítesis pública de la cruel brutalidad y la hipocresía farisaica que exhibe su colega del Departamento de Defensa. Si su misión no tiene éxito, pocos republicanos -que sospechan que, en el fondo, tal vez es demócrata- lamentarán su fracaso. Tampoco parece probable que lo sienta el lobby israelí, que apoya la conducta más intransigente de Israel para obligar al presidente a elegir entre ellos y los árabes.

No es que el presidente, tradicional maestro de la ambigüedad y el engaño en la política nacional, esté actuando con incoherencia. Es verdad que es heredero de una tradición imperial en la que los criados (especialmente los árabes) deben obedecer. Conoce a los príncipes árabes, que, en el pasado, se han inclinado ante los deseos de los estadounidenses y su dinero. Seguro que le habrá sorprendido especialmente la revuelta en Bahrein. Pero harán falta episodios mucho más graves para convencer a Bush de que es preciso tomar en serio a los árabes pro-palestinos. La orden del presidente a Sharon para que retire sus tropas ha subido de volumen, pero su forma de denigrar a Arafat (y su identificación de la resistencia palestina con el 'terror') nos da la auténtica medida de su ecuanimidad: cero. Es absurdo exigir que israelíes y palestinos acuerden un alto el fuego mientras se permite, e incluso se fomenta, que Israel destruya a la Autoridad Palestina y se sugiere que los palestinos renieguen de sus dirigentes y que los demás árabes renieguen de los palestinos. Sharon ha dispuesto de mucho tiempo para provocar el caos en los territorios ocupados. Las condenas que hace el presidente del 'terror' son la prueba de que, aún a varias generaciones de distancia de la Nueva Inglaterra puritana, sigue conservando parte de su hipocresía.

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Si a Sharon le hubieran preocupado las críticas de Estados Unidos, no habría negado a Piqué y Solana el acceso a Arafat. Sharon se comportó como la voz de su amo: muchos miembros del Gobierno de Bush disfrutan con el desconcierto de los europeos. Al fin y al cabo, no son muchos los europeos que se esfuerzan por igualar la devoción canina del primer ministro británico, y a los que lo hacen no se les considera con frecuencia dignos de gran atención. Powell, en cambio, está bien educado, y no va a insultar a sus anfitriones. Hay un dicho inglés que afirma que 'las maneras hacen al hombre'. ¿Existe algún modo de transformar las buenas maneras de Powell en sustancia política? Fingir que se van a tomar en serio las consultas entraña un peligro para la Casa Blanca: ¿y si los europeos actúan como si se les fuera a escuchar? Ya sabemos que 'o estáis con nosotros o estáis contra nosotros', pero verse obligados a tratar a toda Europa Occidental como si fuera una aldea afgana sospechosa de albergar a elementos sospechosos podría hacer dudar incluso a Rumfeld.

El primer ministro alemán desea convertir la misión de Powell en una empresa en la que participen también la UE, la ONU y Rusia, y que se reconozca de inmediato el Estado palestino. Es una idea seria, apoyada por la sugerencia del canciller alemán de que quizá sea necesario enviar una fuerza de intervención internacional a Oriente Próximo para separar a los combatientes e imponer el alto el fuego. Es una idea para la que ya ha llegado la hora.

La mayor parte del mundo critica a Sharon y su política, ha perdido la paciencia con Israel y ya no acepta el chantaje de las referencias al Holocausto cuando se emplean para justificar una conducta más reminiscente de la Wehrmacht que de la resistencia en el gueto de Varsovia. Aun así, ¿cómo pueden convencer los europeos y los demás a Estados Unidos de que es necesaria una fuerza internacional (el paso inicial obvio de un acuerdo formal internacional para acabar con la guerra)? Los israelíes temen esa fuerza como si fuera una plaga bíblica, Estados Unidos no quiere perder los privilegios políticos que acompañan a su predominio militar, y los árabes (que ven que la América anticolonialista de antes es ahora un nuevo imperio) no desean ver el regreso de los europeos a Oriente Próximo. La respuesta es que, cuando las carreteras conocidas no llevan a ninguna parte, es preciso construir otras nuevas.

Ahora bien, lo más urgente es que los europeos tengan claros cuáles son sus puntos fuertes y cuáles los débiles. Los débiles son muy visibles. En Francia, el conflicto de Oriente Próximo se ha convertido en violencia entre las comunidades judía y musulmana. (Las organizaciones francesas del Likud están siendo tan violentas como los jóvenes árabes). El ministro del Interior británico ha expresado el temor de que ocurra lo mismo en el Reino Unido si el país invade Irak junto con Estados Unidos. Berlusconi, Bossi y Haider, sus imitadores en Dinamarca y los Países Bajos, los cabezas rapadas alemanes y sus elegantes compañeros de viaje en la CDU-CSU, son ejemplares de chauvinismo cultural y xenofobia. La confrontación de Oriente Próximo se está extendiendo.

El Gobierno de Bush se ha esforzado en insistir en que no libra una guerra entre civilizaciones. Sharon no se inhibe ni se detiene en tales delicadezas, y acaba de nombrar para su Gobierno a un ex general certeramente calificado por un miembro del Parlamento israelí como un 'lunático mesiánico': Eitam, que pretende expulsar a los palestinos de las tierras que les quedan a Egipto y Jordania. La lógica de la intervención contra los serbios exige que se defienda a los palestinos hasta garantizar su derecho a la existencia. La retórica de Sharon, cada vez más desatada, deja claro que, en su opinión, Israel actúa en nombre de todo Occidente. En estas páginas, Herman Tertsch le ha comparado con Ícaro. Otro nombre igualmente apropiado sería el de Sansón; con el detalle de que, cuando el Templo se venga abajo, los filisteos no serán los únicos en sufrir el daño. La coe

xistencia de Israel con sus vecinos árabes sería una demostración de la posibilidad de una paz ecuménica. Los europeos tienen razones evidentes para insistir en la responsabilidad de Israel, respecto a sí mismo y respecto al resto del mundo. Es una posición con la que, visto el lugar que ocupa en la historia estadounidense, el secretario de Estado estaría de acuerdo.

Hay un inconveniente. No hace falta ser un imperialista americano (el eufemismo, unilateralista, no mejora las cosas) para ser conscientes de la debilidad europea. Es posible que los actuales debates constitucionales de la UE acaben otorgando a Europa unas instituciones centrales eficaces. Los viajes constantes de Javier Solana constituyen un admirable sacrificio personal en nombre de un bien común que alcanza a EE UU. Pero no sustituyen a una política. A falta de instituciones, un acquis communitaire que impresionaría a los interlocutores de la UE sería la demostración de que Europa es capaz de hacer algo más que emitir comunicados. Si la UE no hubiera hablado tímidamente de sanciones graves contra Israel, sino que hubiera comenzado a aplicarlas en la práctica, la atmósfera habría cambiado enormemente, sobre todo sobre el terreno. El argumento de que hay que respetar la sensación de acoso de Israel es falaz. Esa sensación es una construcción ideológica utilizada para dar legitimidad a la agresión y la dominación. Si la población de Israel se viera obligada a tener en cuenta el coste real que le supone la política de su Gobierno, no se sentiría tan atraída por las fantasías expansionistas que están sustituyendo a la política. Las sanciones económicas contra Israel son una amenaza para EE UU. Aprobar más ayudas económicas para un cliente revoltoso, en un periodo de restricciones presupuestarias, no va a resultarle agradable al Congreso. Tal vez resulte demasiado caro entrar en las ruinas de Masada...

El discurso pronunciado por Sharon el lunes demostró que es exactamente lo que Bush cree que es Arafat: un falso profeta que está llevando a su pueblo a la autodestrucción. Arafat tiene enormes defectos, pero es una monstruosidad recurrir a ellos para negarle sus derechos a todo un pueblo. ¿Tienen los europeos la dignidad suficiente como para llamar a las cosas por su nombre?

Powell representa a un Gobierno de moralidad sospechosa y no especialmente competente. Es mejor que sus colegas y, por consiguiente, es posible que agradezca la sinceridad por parte de quienes afirman ser amigos de nuestra nación.

Norman Birnbaum es catedrático emérito de la Universidad de Georgetown.

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