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Columna
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Lugares

En un hermoso ensayo sobre la realidad de la ficción, Humberto Eco relata cómo se propuso seguir los pasos de d'Artagnan a través del París del siglo XVII. Cotejando escrupulosamente la novela de Dumas, Eco rehizo el trayecto que condujo una noche remota al joven aprendiz de mosquetero desde el balcón de su amada Constance Bonancieux hasta el cuartel general del Señor de Treville, atravesando segmentos de lo que hoy es el barrio de Luxembourg, en la Rive Gauche. D'Artagnan había obtenido el primer beso de Constance aquella noche, y por eso regresaba al cuartel un tanto anonadado, envuelto en algodones, sin darse demasiada cuenta de si sus pies rozaban el empedrado de las calles: tanto era su entusiasmo que no sabía por dónde atajaba, en qué esquina se volvía para retomar el sendero que debía conducirle a casa. En cierto momento, d'Artagnan emboca la rue Servadoni, una callejuela estrecha que hoy conecta la Place Saint Sulpice con la zona noreste del Barrio Latino. El problema es que en el siglo XVII, en el momento en que el joven gascón la recorre, la rue Servadoni no podía existir todavía: Servadoni, el hombre que da título a la calle, fue un arquitecto italiano afincado en Francia que diseñó la iglesia de Saint Sulpice a finales del siglo XVIII. ¿Dónde, entonces, estaba d'Artagnan? Durante toda la novela, dice Eco, ha tratado de convencérsenos de que las peripecias de Athos, Porthos, Aramis y su inexperto compañero tuvieron lugar en un París real, el que vio también a Descartes, Racine, Richelieu y Luis XIII; sin embargo, en aquel París jamás existió una rue Servadoni como la que d'Artagnan visita. Entonces, ¿dónde está la ciudad de los Tres Mosqueteros?

La perplejidad constituye parte del arte. No podemos estar seguros de que las ciudades y los paisajes que se nos presentan en los libros o las pinturas sean los mismos que aprendimos con ingenuidad en las clases de Geografía y que revistamos cuando sacamos una guía de viajes de un estante. En el cine, tal vez, la paradoja se vuelve más alarmante: casi se exige al espectador que realice un acto de fe y que olvide por un instante la imposibilidad de que aquello que contempla en la pantalla sea la antigua Roma o el salvaje Oeste. El arte fomenta la sospecha de que espacio y tiempo son convenciones manidas, que sólo se avienen a aceptar mentes demasiado perezosas: hoy paseo hasta la Plaza de España de Sevilla y por un momento, mientras recorro la columnata interior, me hallo en el distante principado galáctico que George Lucas imagina en el último capítulo de su saga cinematográfica; mirando en otra dirección, puedo encontrarme fácilmente en el El Cairo de 1917, a cuyo cuartel general británico regresa Lawrence de Arabia a rendir cuentas a sus superiores. Dentro de un año, cuando se estrene el filme, observaremos que James Bond va y viene por la caleta de Cádiz asegurando sin ninguna clase de pudor que hace escala en La Habana, y contemplaremos las tumultuosas aguas del Atlántico como si fueran las de un mar más tranquilo y legendario, el Caribe de los piratas. Y es que nada está donde debería estar, sino que se construye: la ciudad viaja siempre con nosotros, decía Kavafis, y crece donde acampamos.

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