La Ley de Partidos
Aznar propende a erigirse en intérprete único e inapelable del Pacto Antiterrorista firmado con el PSOE, sin caer en la cuenta, o haciendo caso omiso, de que se trata de un asunto de dos y que su eficacia depende precisamente del mutuo entendimiento sobre su desarrollo y el modo de aplicarlo. Esta actitud explica los nuevos rifirrafes habidos con el PSOE a propósito del texto elaborado por el Gobierno sobre la nueva Ley de Partidos Políticos, especialmente orientado a la ilegalización de Batasuna.
El presidente del Gobierno actúa como si su decisión política de ilegalizar esta organización, de la que ya caben pocas dudas de su integración en la empresa de intimidación social que dirige ETA, fuera cosa hecha, como si otras instancias nada tuvieran que decir al respecto. El PP dispone del arma de su mayoría absoluta para imponer su texto en el Parlamento, pero una ley de la trascendencia de la de Partidos merece un aval parlamentario más amplio. Y ni que decir tiene que el Poder Judicial, al que corresponde aplicar dicha ley, debe actuar sin condicionamientos previos y de conformidad con las pruebas aportadas.
Aznar da por sentado que uno de los aspectos más polémicos del borrador del Gobierno -que la iniciativa de ilegalización de un partido corresponda al Gobierno o a 50 diputados o senadores, además de al ministerio fiscal- es inmodificable y ha acusado de incoherencia al secretario general de los socialistas, José Luis Rodríguez Zapatero, por manifestarse a favor de que el ministerio fiscal sea la única instancia legalmente autorizada. Una ley es un instrumento jurídico que no sólo debe sortear cualquier riesgo de inconstitucionalidad, sino ajustarse lo más estrictamente posible a su finalidad general. Pretender que la nueva Ley de Partidos Políticos cumpla esos objetivos no autoriza a Aznar a dudar de la lealtad de quien se preocupa de que sea así. El borrador del Gobierno puede ser un punto de partida, pero no de llegada, como parece exigir Aznar al PSOE.
Quizá sea tan constitucional que la iniciativa para instar la ilegalización de un partido esté en manos del ministerio fiscal que del Gobierno o de grupos parlamentarios. Pero parece más congruente que una decisión que parte de la supuesta vulneración de una ley y que busca la disolución judicial de un partido político corresponda al órgano constitucionalmente encargado de la defensa de la legalidad. Atribuir directamente al Gobierno esta competencia -podrá ejercerla, en todo caso, a través del fiscal general del Estado- o al Parlamento teñiría de interés político una iniciativa que debe responder a estrictos criterios de legalidad y quedar libre de toda sospecha de utilización partidista. Con el actual borrador, otras formaciones políticas, y no sólo Batasuna, podrían ser sometidas a un demoledor proceso de ilegalización, a poco que el Gobierno y fuerzas políticas adversas mayoritarias tuvieran interés en ello. Se trataría de algo mucho más grave que el recurso a la querella penal como arma de desgaste político.
Ese aspecto no es todo lo que puede y debe ser sometido a un cuidadoso examen del Parlamento, sin poner en cuestión, por ello, la conveniencia de disponer de una Ley de Partidos más actualizada que la vigente desde el 8 de diciembre de 1978, coétanea de la Constitución. En el borrador del Gobierno hay mucho que mejorar: es un texto farragoso, casuístico en exceso, más penal que administrativo -¿qué sentido tiene que una ley no penal reproduzca conductas tipificadas en el Código Penal?- y que por afectar a derechos políticos básicos debería extremar las garantías. Es muy cuestionable que una sala especial del Supremo -y no la jurisdicción ordinaria en todo su recorrido- decida sobre la disolución de un partido, cerrando la vía de los recursos y tiñendo el veredicto de fáciles sospechas de politización. El PP y el PSOE deberían centrar ahora su esfuerzos en conseguir una buena Ley de Partidos Políticos. Es posible que con ella pueda acortarse la vía que conduzca a la ilegalización de Batasuna. Pero no será más expedita que la vía penal que sigue el juez Garzón. Y dependerá, también, de las pruebas aportadas a los tribunales.
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