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Columna
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A pie de obra

La plaza de Santa Ana es el pulmón y el corazón de un barrio tan castizo como cosmopolita, barrio de las Tablas y de las Letras, de las Musas y de las músicas, el barrio de los cómicos y de los corrales de comedias, en cuyo laberíntico casco vivieron Lope de Vega, Cervantes, Góngora y Quevedo; barrio en el que pasados los siglos confluyeron intelectuales y toreros, 'tiene que haber gente pa tó', que dijo el diestro. En la plaza de Santa Ana se enfrentan la clásica fachada del teatro Español y la más moderna e historiada mole de un hotel con historia; entre ambos edificios se desgrana un rosario de tabernas y cervecerías que preside por su abolengo la Cervecería Alemana, un establecimiento clásico que hace frente a los embates de los tiempos y las modas sin variar un ápice ni su decorado ni su oferta: en 'la Alemana' saben tirar las cañas y rebozar el bacalao y en sus veladores de mármol funerario se reúne una variopinta y bullidora clientela. Hemingway también estuvo allí, aunque ninguna placa lo recuerde; al fin y al cabo, el escritor yanqui estuvo en casi todos los bares que le salieron al paso en sus agitadas y alcohólicas andanzas.

La plaza de Santa Ana se hizo y se sigue haciendo a sí misma, enmarcando un rectángulo arbolado y ajardinado que deshacen puntualmente los munícipes con reformas y contrarreformas a cual más desquiciada. Hierático y severo, don Pedro Calderón de la Barca sufre sobre su modesto pedestal los caprichos de los reformadores municipales. En el otro extremo de la plaza, frente al teatro de sus desvelos, Federico García Lorca también padece, desde hace poco, los inconvenientes de tan precaria ubicación en desafortunada efigie, estatuilla más que estatua, monumentillo de compromiso erigido con más pena que gloria.

Los taberneros y mesoneros de la plaza, entablillada y vallada una vez más, esperan, sin hacerse muchas ilusiones, el resultado de unas obras que entorpecen la circulación de los viandantes con precarias pasarelas y angostos pasillos. Pero ni la incomodidad del paso ni la fealdad del entramado de las obras se bastan para disuadir a la fiel parroquia y a los turistas que la tienen como punto vital de referencia en sus guías. La calle Huertas, con más fama que porte, es la vía principal del barrio, el viejo camino de perdición noctámbula que tomaban los paseantes del Prado, después de sus corteses rituales galantes y exhibicionistas. Galanes maduros y pisaverdes en flor, embozados en sus capas y a la sombra de sus chambergos, mudaban el paso y el continente y desembarazados de sus compromisos sociales, con una mano en el pomo del estoque y la otra aferrando los cordones de su bolsa, corrían al garito, el burdel o la taberna para mezclarse con hampones, hetairas y gentes de la farándula y probar las bondades de la mala vida por las esquinas anónimas y mal iluminadas.

La calle de las Huertas, que perdió hace siglos cualquier vestigio hortícola, no ha mudado mucho sus esencias. Inescrutables designios geománticos, o, como dirían ahora, mistéricas corrientes del feng shui, arte oriental de poner las cosas en su sitio, han trazado en el mapa de Madrid invisibles fronteras y cotos cerrados. Por mucho que se empeñen los munícipes reformadores, por mucho que cambien de apariencia los usos y las costumbres urbanas, los barrios que tuvieron retuvieron su buena y, sobre todo, su mala fama. Así fue, es y será en Lavapies y en el Barquillo, en Malasaña y en este barrio de musas etílicas y literarias.

Plantea el Ayuntamiento, que no cesa en sus mudanzas, peatonalizar, horrísono y polémico verbo, la calle Huertas, peatonalizada de hecho, sobre todo en las noches de los fines de semana, por una muchedumbre festiva e itinerante que aleja a los automovilistas prudentes y se diluye en una multitud de locales de ocio en los que caben todas las músicas y todas las recetas. La peatonalización, recuperación del espacio urbano para los bípedos en detrimento de su medio de transporte totémico, genera la desconfianza de vecinos y comerciantes que a la postre suelen verse beneficiados, una desconfianza que en este caso crece por venir la propuesta de un gobierno municipal siempre sospechoso y generalmente desafortunado en sus presuntas mejoras. El infierno de Álvarez del Manzano está empedrado de buenas intenciones con las que los madrileños tropezamos con harta frecuencia.

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