Un divertido cóctel de aventuras y fantasías
Esta conversión de la célebre La máquina del tiempo en película mantiene en la pantalla el sabor a singularidad y a zumo de la riqueza imaginativa del precioso relato de H. G. Wells, que es una de las mejor talladas joyas del gran escritor, un genial orfebre de las raices y primeros pasos de la ficción científica en la literatura del siglo XX. Por suerte, el vuelo imaginario de La máquina del tiempo, que se presta a desmelenamientos arbitrarios y a dispersiones desmembradoras, está apoyada en un sólido y muy concienzudo trabajo de escritura del guionista David Duncan, lo que permite que esa escritura sea luego reelaborada con eficacia y elevada a la pantalla con soltura y buen ritmo por el (para este cronista completamente desconocido, pero parece que bien pertrechado en el abecé de su oficio) director Simon Wells, del que no consta que sea pariente del gran Wells.
LA MÁQUINA DEL TIEMPO
Dirección: Simon Wells. Guión: David Duncan, según la novela de H. G. Wells. Intérpretes: Guy Pearce, Samantha Mumba, Jeremy Irons, Phillida Law, Orlando Jones, Mark Addy. EE UU, 2002. Género: ficción científica. Duración: 95 minutos.
El resultado es cine ciertamente ya visto, convencional si se quiere, en términos generales divertido y visualmente convincente, pero que va un poco más allá de estas rutinas y ofrece instantes de trepidación y de distinción atractivos e interesantes, lo que hace que La máquina del tiempo se vea bien en todo momento y a ratos configure un noble espectáculo, de los que no descubre (pues ya han sido todos descubiertos) ningún mediterráneo, pero que tensa con buen pulso y finura los hilos de la emoción, hasta el punto de que se hace heredero de algunas tradiciones de abunndancia olvidadada del cine de aventura del viejo Hollywood.
Lo que da un brillante barniz de hueco pero bonito y vibrante espactáculo a La máquina del tiempo es su curiosa condición de cóctel de formas y corsés genéricos. Lleva, en efecto, dentro la película un ejercicio de mescolanza en el que se aprietan -sin dar lugar a una mayonesa cortada, sino dejando fluir a una secuencia uniforme y bien cohesionada- modelos clásicos de cine de intriga; tramas de deducción e investigación de enigmas detectivescos; delirios de maquinismo primitivista, propios del optimismo del arranque de la era industrial; recuparaciones de primitivas, ingenuas y apasionadas configuraciones natales del género literario de la ficción científica; regustos de vieja y venerable aventura romántica de conquista y de exploración de territorios bárbaros y hostiles; visiones de universos futuristas poblados por bestiales formas mutantes.
Son cristalizaciones del temor, el temblor y el terror, que el propio H. G. Wells propuso en otras obras suyas, como La isla del Dr Moreau, aquí enriquecida con chispazos de El planeta de los simios y La guerra de las galaxias, puro cine que asoma detrás de rincones de esta hiperbólica aventura vertebrada sobre una historia de amor desatado y sin fronteras, que lleva a un hombre a recorrer abismos del futuro en busca de huellas de su amada muerta, a la que rescata en la figura de otra mujer surgida del pozo sin fondo de un lejano milenio del porvenir. El bello juego de Wells con la paradoja del tiempo adquiere altura de metáfora en la idea de que todos tenemos dentro una máquina íntima que nos lleva al pasado mediante los recuerdos y al futuro mediante los sueños. Y los personajes, incluido el abracadabrante hechicero futurista que encarna Jeremy Irons, se hacen dueños de esta idea y Guy Pearce, Samantha Mumba, Phyllida Law, Orlando Jones y Mark Addy tiran de un reparto de buenos y bien conjuntados intérpretes británicos.
Babelia
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