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Caciquismo en la calle de Montcada

Existen en Cataluña cientos, miles de asociaciones de la naturaleza más diversa -el Colegio Oficial de Biólogos, el Gremio de Comerciantes de Artículos de Fiesta, las cámaras de comercio, la Asociación Gastronómica Bon Profit o el Club Colombófilo, por poner algunos ejemplos al azar- acerca de la labor y del funcionamiento interno de los cuales nunca me atrevería a emitir un juicio o tomar una postura: por respeto a su índole privada, porque no soy socio o miembro de ninguna de ellas, por mi supina ignorancia sobre sus campos específicos de actuación. En cambio, hay otras entidades -muy pocas- de las que no me parece preciso tener el carnet para poder juzgar a sus directivos o evaluar la línea de actuación, y ello porque tales organizaciones afirman perseguir el interés general, o tratan de identificar su causa con el país entero, o dicen defender valores de los que me siento partícipe, como 'la cultura catalana'. Es el caso de los partidos políticos, a los que la ciudadanía entera tiene el derecho de someter a escrutinio; es el caso del Fútbol Club Barcelona, sobre cuyos avatares todo el mundo opina libremente; es el caso, también, de Òmnium Cultural.

Cuando, hace algunas semanas, se dibujó en Òmnium el escenario inédito de dos candidaturas enfrentadas por la renovación de la presidencia y de la mitad de la junta directiva, la opción continuista que representaba Josep Millàs i Estany poseía, naturalmente, la misma legitimidad que la alternativa de cambio encabezada por Jordi Porta i Ribalta. Sin embargo, esa simetría inicial comenzó a romperse desde que, en los 15 días previos a la fecha electoral, el presidente en funciones y candidato a la reelección, Millàs, abusó de la infraestructura de la entidad para pedir a todos los asociados la delegación de voto en beneficio propio, mientras negaba a la candidatura rival algo tan básico como la lista de socios, es decir, el censo de electores.

Las exigencias del fair play democrático sufrieron un escarnio aún mayor el 7 de marzo, al convocarse la decisiva asamblea general de una entidad con 17.000 socios en un local donde no cabía ni una centésima parte de esa masa social, en un horario que dificultaba al máximo la participación de los asociados no barceloneses y que ni siquiera hizo posible digerir los 3.000 o 4.000 votos emitidos. La persistencia de cautelas reglamentarias propias del antifranquismo, pero injustificables en el año 2002, la imprevisión de unos directivos habituados a asambleas de mesa camilla y las pequeñas marrullerías de quien se había creído inamovible confluyeron para proporcionar al catalanismo cultural una de las noches más aciagas y más grotescas de toda su historia.

Las veleidades caciquiles del presidente candidato no terminaron ahí. El 12 de marzo -fecha prevista para el escrutinio definitivo de los votos- el austero Millàs se permitió el dispendio de contratar guardias privados de seguridad que obstaculizasen el acceso al Palau Dalmases de los miembros y simpatizantes de la candidatura alternativa, entre ellos dos fundadores de Convergència, un catedrático de universidad, un ex subdirector general del Departamento de Cultura, representantes de las delegaciones territoriales de Òmnium..., gentes, en fin, de un radicalismo y una peligrosidad manifiestas. Aquel lamentable episodio y las ulteriores maniobras obstruccionistas, dilatorias y fraudulentas de esta misma semana han acabado por arruinar el crédito y la legitimidad democrática de quien, tras 16 años de presidencia, parece considerarse la encarnación de Òmnium Cultural y ha sido capaz de declarar públicamente que 'la oposición son unos de fuera'. El señor Millàs se ha descalificado a sí mismo, ha rebajado el proceso electoral a niveles de república bananera y ha puesto a la entidad que todavía encabeza en una peligrosa situación de bloqueo.

Un bloqueo y una crisis que conciernen principalmente a los asociados, claro está, pero que interpelan al conjunto del catalanismo e incluso a las instituciones públicas, aunque sólo fuese porque el 42 % de los ingresos de la entidad durante el ejercicio de 2001 procedía de subvenciones de la Generalitat. No, no trato de hacer de la crisis de Òmnium una lectura político-partidista sino, bien al contrario, de desmentir a quienes han visto en la candidatura de Jordi Porta una maniobra anticonvergente, y en la batalla electoral de la calle de Montcada una suerte de primarias o de precalentamiento para las autonómicas del año próximo. No se trataba de eso, sino de sacar a la histórica entidad de su anquilosada rutina, de rejuvenecerla -el propio Millàs reconoce que la media de edad de los socios es 'alta' y que, en el último año, fallecieron 530 de ellos-, de actualizar sus objetivos, de diversificar y modernizar sus formas de intervención cultural y social.

Que tan plausibles y constructivas intenciones hayan disparado la alarma o merecido una reacción hostil en algunos despachos de la Generalitat es algo que no me consta; pero, si así fuese, supondría una verdadera catástrofe. Que una candidatura encabezada por alguien tan ejemplarmente unitario como Jordi Porta fuese considerada perjudicial para el futuro político de Convergència i Unió, que ésta quisiera ligar sus expectativas electorales a la continuidad de Josep Millàs en el Palau Dalmases, eso sería una catástrofe, sí; pero no para Òmnium, sino para el nacionalismo político mayoritario, porque equivaldría a asociarlo a la estrechez, la cerrazón, la mediocridad y el pucherazo. Si tal cosa estuviese ocurriendo, sería una demostración más de aquel aforismo clásico: 'Los dioses nublan la vista de aquellos a los que quieren perder'.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de História Contemporánea de la UAB

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