Cenizas
Paseo errante la madrugada del miércoles, después de la batalla, y me fundo en los silencios más impensados: el orden ha sido restablecido por brigadistas que son como limpiadores del campo de minas que fue durante días la varia geografía de este gigante incipiente -Valencia-, que pasó de modesta capital de provincia a notable ciudad del Mediterráneo en menos tiempo que un linaje-tipo tarda en levantar una empresa para hundirla un nieto después con más pena que gloria.
El milagro del aparente caos social que crece hasta el paroxismo o la guerra incruenta para congelarse en la normalidad poco después como si nada, fue, desde siempre, el espectáculo, la metáfora acechante a que se enfrentaban los esclavos de la racionalidad y el puritanismo dignos -resignémonos-, de mejores latitudes, el ethos incomprendido por el nacionalismo normativo, el caprichoso volksgeist que heló el corazón libresco -kantiano o hegeliano, qué más da-, de varias generaciones de cruzados, moralistas de la civilidad y progresistas/conservadores de media docena de idées-force identitarias cosechadas en Fanon o en Fuster.
Este dispendio energético, la clamorosa entrega social a lo banal sacralizado, la elevación a la categoría de mito de novedades casuales incluso recientes, la propia fuerza expansiva, epidémica, hobesiana de lo que rodea a la ancestral pira redentora -la falla-, que ha proyectado la catarsis a buena parte de la geografía del antic Regne han permanecido opacos tanto para nuestro nominalismo cartesiano, versión marxista, cuanto para nuestro renaixentisme vindicante, versiones Scott o Mistral, sucedáneos o epígonos, indistintamente.
Alguien sentenció entre nosotros que la democracia supondría una prueba de fuego para la perviviencia de los modos de esa explosión social que se produce de manera tan ordenada alrededor de la tradición, pero se equivocaba; incluso quienes confiaron en que al sumar el autogobierno a la pátina constitucional se produciría un inevitable aggiornamento lamentan, tristes, su imprevisión. Otros se enfrentaron abiertamente al cosmos fallero con el vademécum de lo deseable en la mano y acabaron mudos ante él o acomodados en él, como si se tratase de su particular peripecia a favor del miserable sino revolución/involución que acompaña por decreto a los espíritus más inquietos. Y, en fin, unos pocos, atónitos frente a la vorágine desde el principio, estuvimos en el mito como si no nos pudiese tragar, y participamos con normalidad, sin pretensiones en el naufragio virtual que no cesa y volvimos ilesos del laberinto al renunciar tranquilamente a cambiar una sola coma en el jeroglífico que asalta al vecindario durante unos pocos días al año.
Derrotados sus opositores, exilados hacia segundas viviendas o andorras las viejas los más conspicuos, reducidos a la evidencia los críticos veniales y los que no, cansados los altruistas de proponer mejoras sustanciales a lo manifiestamente inmejorable, huidos hacia el anonimato glorioso de unos días de ajetreo donde La Commune fallera se transmuta en soberana -o eso cree ella-, el grueso de la ciudadanía es pasto gustoso de la llama colectiva, de la auto inmolación ritual que aboca a esta nada tranquila, post-orgásmica de la madrugada del day after.
Levanto los ojos, y el humo se fue hasta de los castillos. Piso las calles, y desapareció la ceniza. Esta identidad es como la de la tormenta: un enigma.
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