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Columna
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El nuevo macartismo

Joaquín Estefanía

Han tenido que soportar las invectivas y las descalificaciones del establishment más rancio y de sus más romos intelectuales orgánicos. Se ha dicho que no tienen una ideología nítida, que son tolerantes o propensos a la violencia y se ha preguntado en alto, con tono sospechoso, quién los paga. Después de todo esto, el movimiento a favor de una globalización alternativa ha puesto una pica en Flandes en Barcelona, ha roto el aislamiento que sufrió después de los atentados del 11 de septiembre, ha hecho una demostración de su potencia movilizadora y ha ridiculizado a la carcundia que lo ha criticado desde el desconocimiento y los apriorismos ideológicos. La manifestación de Barcelona ha estado más cerca de aquella que reunió a centenares de miles de ciudadanos en Madrid inmediatamente después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, o de la riada humana en la Diada de 1977, que de ninguna otra. Los que han hecho estos días un oficio de la descalificación han de preguntarse sobre los porqués de su fracaso admonitorio.

La globalización realmente existente es un proceso social por el que las políticas nacionales, es decir, aquellas que están más cerca de los ciudadanos, tienen cada vez menos importancia, y las políticas internacionales, las que se deciden en lugares más alejados y son representativas sólo en segunda o tercera instancia y no en elecciones directas, cada vez más. Por ello, el primer efecto de esta globalización es más político que económico, más finalista que instrumental, y se vincula a la esencia del sistema en el que aspiramos a vivir: la sociedad de las libertades políticas, económicas y sociales. Independientemente de los beneficios económicos del proceso globalizador (que los hay, y muy significativos), existe al mismo tiempo un alejamiento de los ciudadanos respecto a las principales decisiones que se toman en su nombre, lo que implica debilidad de la democracia, falta de calidad de la misma. Los ciudadanos no siempre se sienten representados por quienes toman las decisiones últimas.

La esencia de la globalización no consiste sólo en analizar a quienes favorece o a quienes perjudica en su intendencia, sino que es un proceso que no hemos decidido los ciudadanos, y que no haciéndolo nos puede perjudicar como tales aunque en muchos casos nos beneficie como consumidores. Lo principal es que nos distancia de la participación política, nos anestesia de lo público y lo colectivo. Sólo así puede explicarse que mientras Barcelona era una fortaleza blindada, centenares de miles de personas se manifestaran bajo la idea fuerza de que otro mundo es posible. Ningún partido político puede hoy conseguir una movilización similar. La de Barcelona debería servir para que la derecha abandonase sus torpes acusaciones inquisitoriales e intentase entender la rebelión, y para que la izquierda no pretendiese manipular los contenidos de un movimiento que está a la vanguardia de una sensibilidad ciudadana. Hoy, los partidos no están por delante, como pretende su ideología o su tradición, sino que son la retaguardia de lo que se mueve. De lo que resiste.

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El movimiento a favor de una globalización alternativa tenía, tras el 11 de septiembre, una oportunidad y un riesgo. La oportunidad: separarse definitivamente de la violencia de un sector minoritario dentro de sus filas. Condenar el terrorismo con las palabras del sociólogo alemán Ulrich Beck: 'Ninguna causa, ningún dios, ninguna idea abstracta puede justificar el atentado terrorista contra el World Trade Center. No se trata de un ataque contra EE UU, sino contra los valores de la Humanidad y de la civilización, y de un ataque contra los valores del islam, un ataque contra todos nosotros'. Explicitar el rechazo rotundo de los atentados del 11 de septiembre y del terrorismo en general (también del de ETA y sus cómplices), independientemente de que muchos de sus componentes no puedan permanecer callados ante el conflicto bélico posterior, porque entiendan que lo está hegemonizando un país, EE UU, que lleva años boicoteando la creación de un nuevo marco internacional y que en los últimos tiempos ha exacerbado el aislacionismo de su política exterior.

El riesgo del movimiento en contra de la globalización neoliberal era devenir en chivo expiatorio de cualquier conciencia crítica al sistema. Ha habido quien ha intentado una instrumentalización obscena contra los antiglobalización. Muchos intelectuales preocupados por los derechos civiles y las libertades han recordado en esta coyuntura histórica el macartismo. La demonización del movimiento a favor de una globalización alternativa retrotrae a la época en que un joven senador de Wisconsin, un tal Joe McCarthy, fue imprudentemente llevado a las nubes de la popularidad por una parte no desdeñable del establishment y los medios de comunicación. Una publicación tan poco sospechosa de apasionamiento como el Webster's American Biographies ha subrayado que 'sus ataques difamatorios contra personas que eran no solamente inocentes, sino también sin defensa han dado lugar al término macartismo'.

La siembra de sospecha sobre los que se iban a manifestar en Barcelona diseminada por muchos dirigentes del Partido Popular (asombrados de que no se les hiciera caso y de que no les diese la razón); las acusaciones de Berlusconi después de la cumbre de Génova de que detrás de estos movimientos 'estaba el comunismo' (sic); las palabras del intelectual ultraliberal francés Jean François Revel, explicando cómo 'los primates vociferadores y rompedores de la antiglobalización, desheredados del maoísmo, se echan en realidad contra EE UU, sinónimo de capitalismo, y esta obsesión conduce a una verdadera desresponsabilidad del mundo'; el editorial de la edición europea de The Wall Street Journal pocos días después del 11 de septiembre, titulado 'Temblad oponentes de la globalización', en el que afirmaba que estaban tocando las campanas por el movimiento antiglobalización y que los manifestantes de Seattle, Praga, Gotemburgo, Génova no podían ser asimilados a los terroristas, pues su acción reviste otro grado de intensidad, pero tienen una cosa muy importante en común, la misma intolerancia hacia las reglas establecidas de la democracia; la exasperada crítica a que la socialdemocracia se incorporase a Porto Alegre y desfilase en Barcelona junto a las organizaciones no gubernamentales; tantos artículos alertando sólo sobre la heterogeneidad de los participantes y la violencia estructural, y obviando al mismo tiempo sus propuestas más concretas, etcétera, ¿no son una versión moderna del macartismo? Dado el ambiente de hiperseguridad e infralibertad que se es-tá multiplicando en el mundo,

no parece imposible una moderna versión del macartismo que tome como objetivo a 'los antiglobalización'. Pero los verdaderos antiglobalización son los fundamentalistas que no toleran una secularización de la sociedad y que recelan, con todas sus armas propagandísticas, de los que entienden que hay otras globalizaciones urgentes, además de la financiera.

La fortaleza del movimiento a favor de una globalización alternativa no está basada sólo en su madurez. Ha tenido como aliada en los últimos meses la exacerbación de la ideología del sistema. La expresión oficial ha devenido en una ideología de la exageración. No se trata sólo de la arrogancia de la política unilateralista de los Estados Unidos (que ha hecho del terrorismo el único problema del planeta y que ha conseguido lo aparentemente imposible: que la Unión Europea despliegue un cierto nacionalismo continental en la cumbre de Barcelona: otro modelo social, otro camino hacia las reformas y hacia la sociedad del conocimiento), sino del abuso. La globalización realmente existente parece no tener límites. El caso Enron (séptima compañía estadounidense, en bancarrota) y el caso Andersen (quinta compañía auditora del mundo, en trance de desaparición) demuestran escandalosamente que la corrupción está en el centro del capitalismo, no sólo en los suburbios: información privilegiada, contabilidad creativa, enriquecimiento súbito de unos pocos a costa de la ruina de los más, pasarelas entre el poder político y el poder económico... El capitalismo de amiguetes no tenía su patria en el sureste asiático, sino en el corazón del bosque. Los que verbalmente acusaban de connivencia y de corruptelas a la periferia, la practicaban en su casa.

Y el proteccionismo de los ricos. EE UU acudió a Seattle y a Doha, a las asambleas de la Organización Mundial del Comercio, envuelto en la bandera del librecambismo y pidiendo la apertura de todas las fronteras a sus productos... hasta que ha sentido la necesidad de cerrar sus puertas para proteger a sus empresas del resto del mundo, que ahora estudia aplicar la ley del talión y tapiar sus casas a los bienes y servicios estadounidenses. Paradoja de las paradojas: José Bové ha sido imitado por George Bush. La globalización realmente existente vive del doble lenguaje.

Un último ejemplo. Hoy se inicia la cumbre de Monterrey sobre la financiación al desarrollo. De ella deberían salir los mecanismos concretos para reducir a la mitad la pobreza del mundo, en el año 2015. Es cierto que la ayuda al desarrollo no es el único arma para sacar a los países menos avanzados de su postración. Pero es una herramienta importante. EE UU se opone a un aumento significativo de esa ayuda (que ha ido reduciendo año tras año desde la caída del muro de Berlín y la autodestrucción del socialismo real), y la Unión Europea llega con la ridícula propuesta de incrementarla al 0,39% del PIB comunitario para el año 2006. Ése ha sido el único acuerdo obtenido en Barcelona sobre este asunto. A pesar de un porcentaje tan pacato para un periodo tan amplio, algo insustancial, el presidente de turno de la UE sacó pecho al afirmar que Europa es el primer donante neto de ayuda al desarrollo del mundo.

Y luego no entienden por qué se ha manifestado tanta gente.

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