La mejor esquina de Barcelona
Europa ocupa la mejor esquina de Barcelona. Literalmente. Lo que en París representa la rue de Rivoli, mirando a las Tullerías; en Londres, los jardines de Belgravia; en Múnich, la Maximilianstrasse, y en Roma, tal vez, un altillo en la piazza Navona, en Barcelona es la esquina del paseo de Gràcia con la calle de Provença. Pero no la del lado montaña, es decir, la de La Pedrera, sino la que está enfrente, el edificio recientemente restaurado desde el que se contempla la obra de Gaudí en todo su esplendor y donde la mirada se ensancha hacia las dimensiones de la Diagonal.
Ocupando los 800 metros cuadrados de la planta noble de este edificio, se ha instalado la Comisión Europea y el Parlamento Europeo. La Comisión abandona así definitivamente las oficinas que tenía en el rascacielos del Banco Atlántico desde 1991 para descender a la altura de un primer piso con una amplia balconada desde la que se disfruta, a modo de plano general picado, del portal de La Pedrera, ese lugar donde siempre hace guardia un turista japonés armado con una cámara.
Europa se ha instalado en el paseo de Gràcia, en un balcón desde el que se contempla La Pedrera
En el torbellino de esta Barcelona que parece haber despertado en fiestas para ahuyentar con humor y naturalidad los malos augurios con que se anunciaba la temida cita europea, la coreografía del acto de inauguración, ayer, de estas oficinas encajaba perfectamente en el talante de los paseantes que disfrutaban de esta casi primavera. Los mirones, sin mostrar excesivo interés, distraían su atención por un momento para observar los coches oficiales y la aglomeración de cámaras de televisión, castellers, mossos, guardaespaldas y azafatas que se iban congregando frente a La Pedrera.
Los primeros en llegar fueron los diputados europeos que, encabezados por su presidente, el escocés Patrick Cox, vinieron de Estrasburgo dejando a medias una votación en un vuelo charter que, al decir de uno de ellos, tuvo un aterrizaje un tanto brusco. Además de Cox, el acto lo presidían unos cuantos presidentes: el de la Comisión Europea, Romano Prodi; el de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, y el del Parlament de Catalunya, Joan Rigol; el ministro de Asuntos Exteriores español, Josep Piqué, y el alcalde de Barcelona, Joan Clos.
Fue Clos quien abrió los parlamentos y, parafraseando un famoso culebrón televisivo local, aseguró encontrarse en 'el cor de la ciutat'. Allí empezó el juego de lenguas. El edil pasó del catalán al inglés y luego cedió la palabra al ministro Piqué. Éste siguió con la lengua de Shakespeare; se pasó al castellano y acabó en catalán proclamando una 'triple' satisfacción por la efemérides que protagonizaba.
Entonces le llegó el turno a Pujol, cuyas habilidades políglotas son sobradamente conocidas. Habló en cinco idiomas. Saltó al italiano para dirigirse con aire de complicidad al 'profesore' Prodi y recordarle las viejas relaciones entre Bolonia y Barcelona; volvió al inglés, se paseó por el francés, recaló brevemente en el castellano y acabó en catalán explicando a la audiencia que Cataluña ya miraba a Europa hace 12 siglos, desde tiempos de Carlomagno.
Cuando le tocó hablar al presidente de la Comisión Europea, la curiosidad por saber cuántas lenguas y en qué orden las emplearía embargaba ya a todos los presentes. No decepcionó. Prodi se arrancó en catalán, lo mezcló con castellano un poco al tresbolillo; finalmente pidió disculpas y, cuando todo el mundo esperaba que siguiera en italiano, recaló en el inglés, un inglés, todo hay que decirlo, bastante incomprensible, más que nada por el tono de voz monocorde y algo empastelado. Cierto que Piqué, especialmente, se reía mucho de las ocurrencias de Prodi. Pujol, algo menos.
El último en hablar, el presidente del Parlamento Europeo, Patrick Cox, se había preparado una actuación sobria. A una primera frase en castellano y una segunda en catalán le siguió un discurso en limpio y cristalino inglés de clase alta. Un alivio.
Acabados los discursos y tras los consabidos fraseos de Beethoven, cortados un tanto bruscamente, el personal salió al balcón para ver a los Castellers de Gràcia, que levantaron un pilar de quatre para evitar disgustos. La torre humana se puso en movimiento hasta que el anxaneta llegó a tocar el balcón en el que esperaban Pujol, Prodi y Cox, estos últimos admirados de tanta destreza. El niño les entregó una bandera europea.
Quedaba mucha tarde por delante. Los socialistas catalanes no quisieron ser menos y contraatacaron unos cientos de metros más abajo. Porque si algún otro lugar de la ciudad puede competir con el que ahora ocupa la Comisión Europea, ese no es otro que la famosa manzana de la discordia. Gaudí, Puig i Cadafalch y Domènech i Montaner compiten por eclipsarse el uno al otro en el mismo paseo de Gràcia, entre las calles de Aragó y de Consell de Cent. Y fue en la también gaudiniana casa Batlló donde Pasqual Maragall y José Luis Rodríguez Zapatero decidieron ejercer de anfitriones de sus compañeros socialistas europeos.
Casi a continuación del acto de la Comisión Europea, tras los ventanales modernistas de la casa Batlló, los socialistas reunían a un centenar de personas más o menos vinculadas con la izquierda o los movimientos sociales; desde filósofos hasta empresarios y artistas para discutir sobre la globalización y otros temas paralelos. Por la noche, en este mismo escenario, la gran cena de gala reunía a muchos de los que hoy se sentarán en el Consejo de Europa: el británico Tony Blair, el portugués Antonio Guterres, el finlandés Paavo Lipponen, el sueco Goran Persson y el jefe de la diplomacia europea, Javier Solana. No estaban confirmados ni el francés Lionel Jospin ni el alemán Gerhard Schroeder.
Ayer todo era una fiesta.
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