Otra santa más para la guerra
No ha podido ser más inoportuna la propuesta aprobada por la Conferencia Episcopal Española de que se reavive el proceso de beatificación de Isabel la Católica, iniciado por sus antecesores en tiempos de Franco y Pío XII. Vivimos momentos de máxima gravedad en el conflicto israelo-palestino que envenenan diariamente judíos ultraortodoxos y partidarios de la jihad islámica en su pugna por lugares y territorios que ambos consideran santos. En la India, en estos últimos días, y también disputando por un lugar sagrado, hindúes y musulmanes se han dedicado a quemar trenes atestados de gente (el fuego es un medio de liquidación del adversario muy del gusto de las religiones, porque purifica, elimina cualquier resto de contaminación maléfica). Y desde Argelia hasta Manhattan, los fundamentalismos religiosos atizan el enfrentamiento entre países y culturas, por si fueran pequeños los problemas de la modernización y de la dependencia. Las religiones, en resumen, están demostrando ser un factor que agrava, más que apacigua, los conflictos humanos. Y he aquí que el catolicismo, quizá por haber perdido algo de sus viejos fervores bélicos, no ha desempeñado un papel destacado en estas luchas recientes. Yo diría que por suerte para él. Los obispos españoles, sin embargo, no están contentos. Quieren participar.
La Iglesia eleva a alguien a los altares porque lo propone como modelo de conducta para los cristianos. ¿Lo fue de verdad Isabel de Trastámara? Alcanzó, para empezar, el trono de Castilla de una forma, cuando menos, polémica: disputándoselo a Juana, hija legítima, en principio, del rey Enrique IV y su segunda esposa, Juana de Portugal, y reconocida como heredera por las Cortes de Toledo de 1462. Pero Isabel, hermana del monarca, se apoyó en las fracciones nobiliarias, siempre deseosas de socavar el poder real, y fomentó el rumor de que Juana era la Beltraneja, una hija adulterina de la reina, logrando al fin que fuera desheredada. Ello dio lugar, como se sabe, a una guerra civil, desarrollada en varias fases, antes y después de la muerte de Enrique IV. Juana recibió el apoyo del rey de Portugal, su tío Alfonso V, que pensaba desposarse con ella. Pero Isabel contraatacó concertando su matrimonio con el príncipe heredero de Aragón, Fernando, y apresurándose a celebrarlo. Un obstáculo se oponía a las prisas de los contrayentes: que eran primos, lo que obligaba a pedir una dispensa papal que tardaría meses en llegar. La dificultad se resolvió falsificando el documento, hecho sobre el que hay acuerdo unánime entre los historiadores y que espero los señores obispos no encuentren modelo recomendable de conducta (porque sería arrojar piedras contra su propio tejado). A partir de ahí, se inició la fase definitiva de la guerra civil, que acabó en 1479 con la victoria de Isabel y el bando aragonés.
Hasta aquí, por tanto, no tenemos mucho de ejemplar en la vida de Isabel. Como aspirante al poder, no había sido sino una hábil jugadora en el tablero político, sin más escrúpulos con la ley o con los derechos de los otros candidatos de los que mostraría un aventajado discípulo de Maquiavelo. Pero no es ésta la principal razón por la que no deberían proponer su beatificación, porque lo más grave vino luego, cuando se convirtió en reina y se ganó el título de Católica.
Una vez instalados en sus dos tronos, los monarcas de Castilla y Aragón emprendieron, como todo el mundo sabe, una guerra contra el único reino musulmán que quedaba en la Península, el nazarí de Granada. La guerra fue larga y terminó en victoria. Pero no por medio de la 'conquista de Granada', como suele decirse, sino por la capitulación pactada de esta ciudad. 'Capitulaciones' se llamaron, en efecto, a las condiciones firmadas por Isabel y su esposo, por las que el reino entró bajo la soberanía castellana, pero comprometiéndose a respetar la lengua, la religión, la forma de vestir y las autoridades judiciales tradicionales de los hasta entonces súbditos de Boabdil. Cláusulas semejantes se habían pactado en previos avances cristianos hacia el sur y algo de tolerancia y de convivencia multicultural había tenido lugar, en efecto, en el Toledo de Alfonso VI o la Sevilla de Alfonso X. Pero esta vez no iba a ser así. Durante los primeros años, los reyes mantuvieron en el obispado de Granada a Hernando de Talavera, fraile culto y paciente que intentó, desde luego, la conversión de los musulmanes, pero por métodos pacíficos, limitando la actuación de la Inquisición y haciendo que sus predicadores aprendieran el árabe para facilitar la aceptación de su mensaje. A Talavera -a quien nadie propone canonizar hoy- le sucedió Cisneros, que emprendió la evangelización de los musulmanes granadinos por métodos coactivos mucho más directos, con lo que forzó rápidamente unos miles de conversiones, pero también provocó dos sublevaciones sucesivas, en el Albaicín y las Alpujarras, reprimidas sin contemplaciones por orden de la propuesta beata y su esposo.
El 14 de febrero de 1502 -acaba de cumplirse el medio milenio, aunque ha pasado desapercibido-, la real pareja decidió, por fin, desentenderse de aquellas 'Capitulaciones' que había firmado con toda solemnidad diez años antes. Y se decretó la expulsión de todos los granadinos que no aceptaran la conversión al cristianismo. No quiero en este artículo discutir el acierto o la necesidad política de aquella medida, sino juzgarlo como ejemplo moral. Y, francamente, no me parece que estén los tiempos como para erigir en modelo de conducta a quienes, por un lado, desprecian de manera tan descarada la palabra dada y, por otro, imponen su religión por medios tan violentos. Una imposición que se repetiría en esa América en la que tantas almas se 'conquistaron', según constatan con satisfacción los obispos.
Con los musulmanes, los reyes no hacían sino repetir la fórmula utilizada diez años antes con los judíos. El decreto de conversión forzosa o expulsión de los judíos se había dictado, en efecto, en la primavera de aquel célebre 1492, sólo tres meses después de la capitulación de Granada. En este caso hubo una circunstancia agravante, ya que, según parece, los monarcas aprovecharon la expulsión para desembarazarse de una comunidad con la que habían contraído graves deudas durante la guerra granadina. De nuevo evitaré debatir aquí si la paz social que ganó el país con la homogeneidad religiosa compensó la pérdida que supuso la expulsión de aquel sector social tan dinámico intelectual y profesionalmente. Ahora sólo se trata de evaluar la catástrofe humana que provocó la medida, el desprecio que mostró la reina hacia el sufrimiento de sus semejantes: unas cien mil personas, al menos, hubieron de abandonar la tierra donde sus antepasados habían vivido más de un milenio, se vieron obligados a malvender sus propiedades y a emigrar sin poder llevarse el oro o la plata obtenido en la venta, con las imaginables secuelas de muertes de ancianos y niños en el camino y de ejecuciones ejemplares para quienes se resistían a obedecer la orden. Hay todavía rincones en Europa donde los descendientes de aquellos sefardíes conservan y cultivan su castellano del siglo XV y recuerdan con nostalgia aquella Sefarad de la que tuvieron que salir por orden de la reina católica. ¿Cómo pueden recibir la noticia de la beatificación de la firmante de aquel decreto? Puede que los obispos se hayan planteado esta pregunta y puede que no, pero en ambos casos parecen tener, ante esta población, una insensibilidad parecida a la que mostró aquella reina a la que hoy quieren beatificar.
Tampoco terminan ahí los agravios. Otro más hay, esta vez inferido a la humanidad en su conjunto, a la libertad de pensamiento y expresión, al mundo moderno que anunciaba su aparición y a la comunidad intelectual en especial. Al comienzo mismo de su reinado, Isabel de Castilla, con el pretexto de vigilar la ortodoxia de los judeo-conversos y castigar a quienes recayesen en sus antiguos cultos, extendió a Castilla el Tribunal del Santo Oficio. No es que hasta entonces no se hubiera reprimido la 'herejía' -es decir, las interpretaciones del mensaje bíblico diferentes a la mantenida por la Iglesia-, pero este rincón de Europa se había resistido a establecer un tribunal especial encargado de tal misión. Siguió resistiéndose, tras adoptar la medida los Reyes Católicos, como demuestra el asesinato del inquisidor Pedro de Arbués en Zaragoza. Pero a la postre los reyes impusieron su voluntad. Y como los judíos y musulmanes acabaron siendo expulsados, sus sucesores, convertidos por ley en cristianos, cayeron bajo la jurisdicción inquisitorial, al igual que cayó todo sospechoso de albergar ideas innovadoras que pudieran atentar contra el dogma. Durante más de tres siglos, el tribunal pesaría como una losa sobre cualquier mente pensante del país y apartaría a éste de la revolución intelectual que sacudió a Europa. Y del número total de 'relajados' -condenados a la hoguera- por parte del Santo Oficio a lo largo de sus trescientos años de historia, aproximadamente la mitad correspondieron al cuarto de siglo inicial; justamente los años que duró el reinado de aquella Isabel I que ahora los obispos españoles proponen para la beatificación.
Ellos sabrán. O de verdad se consideran mensajeros de una religión de paz y amor, y en ese caso adoptan gestos que ayuden a la reconciliación y el apaciguamiento de los conflictos humanos, o prefieren ser beligerantes en la pugna por el poder terrenal, invocando mandatos sobrenaturales. En este último caso, no hay duda de que hacen bien en beatificar a Isabel la Católica, porque sus medidas ayudaron a afianzar la influencia social y el poder político de la Iglesia durante siglos. Pero me temo que la única opción que nos queda entonces a los demás, a quienes queremos legar a nuestros hijos una sociedad pacífica y civilizada, consiste en pedir que el dinero público destinado a educación se dedique exclusivamente a impartir valores cívicos, sin el menor contenido religioso. No por anticlericalismo, sino por vacunarnos contra futuros conflictos. Porque, a juzgar por los modelos de conducta que nos proponen, los obispos parecen decantarse por un tipo de religión peligrosa para la convivencia ciudadana.
José Álvarez Junco es catedrático de Historia del Pensamiento Político y los Movimientos Sociales en la Universidad Complutense. Su libro más reciente es Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX (Taurus, 2001).
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