La calidad cuesta
El proyecto de Ley de Calidad de la Educación, presentado ayer por la ministra, Pilar del Castillo, se propone reorganizar todo el sistema educativo no universitario. Las reformas más llamativas se refieren al tramo fundamental de la enseñanza secundaria, la ESO y el bachillerato, en particular la implantación de itinerarios en la ESO, la reválida o prueba general de bachillerato (PGB) y la redefinición de las competencias de los órganos directivos en los centros escolares.
Parece sensato que exista una prueba externa a los centros al finalizar el bachillerato, que sirva para evaluar los conocimientos y que homogenice el nivel exigible en los diversos centros. Éste era uno de los papeles que cumplía la prueba de selectividad, suprimida con carácter general por el ministerio. Ahora queda por aclarar la imbricación entre la reválida y las pruebas de acceso a los centros universitarios, que seguirán existiendo en los casos en los que la demanda sea superior a la oferta de puestos universitarios. Queda también por definir quién fija los contenidos de una prueba que tiene una parte común y otra específica de cada comunidad autónoma, en un marco en el que todas las competencias de educación han sido transferidas.
Los itinerarios son un intento de respuesta a los problemas creados por dos fenómenos independientes entre sí, pero que han coincidido en el tiempo: la prolongación de la escolaridad obligatoria hasta los 16 años y un conjunto de cambios sociales y familiares que han tenido un importante impacto sobre la escuela, especialmente el aumento de los niños y jóvenes inmigrantes con escasa escolarización previa y limitados conocimientos de nuestra lengua. Los itinerarios, tal como se proponen, tienen contraindicaciones que convendría estudiar con sumo cuidado antes de ponerlos en marcha. Parece claro que los alumnos que no tengan la motivación o los conocimientos previos suficientes necesitan recursos adicionales, en forma de profesores de apoyo o de actividades complementarias que cada centro puede y debe poner en práctica con los medios que requieran, tal y como reiteradamente han pedido muchos profesores. Pero eso es distinto a separar a los alumnos, a partir de tercero de la ESO, en grupos con una estructura prefijada, unos orientados a la formación profesional y otros al bachillerato y la Universidad.
Existe el riesgo de que esa estructura favorezca la perpetuación de diferencias educativas que se basan, muchas veces, en la procedencia social del alumno, y condene a los centros con más inmigrantes a especializarse en los itinerarios que no conducen a la Universidad. La forma de resolver el conflicto de la niña marroquí en El Escorial por la Comunidad de Madrid puede ya dar una idea de la dinámica previsible. Se acepta la decisión contraria a escolarizar a la niña en un centro religioso privado, pero concertado y, por lo tanto, financiado con fondos públicos, y se obliga a aceptarla a un centro público. No parece imprescindible, por lo demás, crear una nueva división en cuarto de secundaria, entre lo que antiguamente se llamaba ciencias y letras, cuando esa división existe ya en el bachillerato.
Quizá el problema más grave de esta reforma es la ausencia de todo compromiso presupuestario para afrontarla. Ya la LOGSE tuvo problemas de aplicación por falta de medios. La educación, si se quiere que llegue al conjunto de la población y que tenga la calidad necesaria, exige cuantiosos recursos en profesores y equipamiento a fin de poder dar respuesta a las situaciones y a los objetivos que plantea la sociedad. Dar más autonomía a los centros y más autoridad a los directores no sirve de nada si no disponen de medios para garantizar una atención más personalizada a los alumnos con dificultades y para poner en marcha las medidas compensatorias exigibles. Reformar algo que abarca a tal cantidad de personas y centros cambiando únicamente las reglas de juego, pero sin aportar más recursos, puede llevar a crear más frustración entre los enseñantes y a alejarnos aún más de los fines perseguidos.
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