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Jerusalén, en estado de choque

Los atentados están cambiando las costumbres de la ciudad

Al taxista, sólo tener que iniciar la carrera le provocó un sobresalto. Colocó la mano derecha sobre el pecho de su cliente mientras la izquierda le temblaba en el volante. En un gesto, próximo al pánico, continuó deslizando la mano, convertida en un detector de metales, hasta la altura del estómago del viajero, para acabar estallando en ese grito de alegría que sólo son capaces de lanzar los supervivientes. '¡Ah, es su barriga! Creí que era una bomba', comentó aliviado mientras emprendía su loca carrera por las calles de Jerusalén. Estuvo media hora pidiendo excusas. El taxista pertenecía a la flota de la estación del barrio de Rehavia, situada muy cerca de la cafetería Moment, donde el pasado sábada se suicidó un hombre bomba provocando la muerte de 11 israelíes y medio centenar de heridos.

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Jerusalén está a punto de enloquecer. Los controles del Ejército y de la policía se han replegado al interior de la ciudad. Se han multiplicado hasta lo infinito. Cualquier calle, cualquier esquina es desde ayer una nueva barricada. Si el viandante tiene aspecto palestino o, si por un despiste, el caminante responde en árabe, se convierte en sospechoso. 'La documentación, por favor', solían pedir de manera educada hasta hace pocos días. Desde ayer los gestos son mucho más enérgicos, que van en algunos casos desde 'las manos en alto' al 'abra usted las piernas'. Ahora el fusil acostumbra a apuntar a la altura de los riñones. En algunos casos al rostro.

El centro de la ciudad se encuentra en estado de sitio. La actividad comercial de la zona es prácticamente inexistente y ha acabado provocando la defunción de un buen número de comercios. Es patético pasearse por la zona peatonal de Ben Yehuda. Los músicos callejeros tocan en solitario sin espectadores, frente a tiendas semidesiertas en las que se ofrecen, como gran atracción, camisetas en las que se puede leer: 'He estado en Jerusalén y he sobrevivido a la Intifada'.

Ayer por la mañana, un nuevo escalón en la paranoia colectiva. Al chico de la cafetería, el que habitualmente preparaba los bocadillos de mozzarella con tomate, le dieron una gorra con las letras de 'seguridad' y le colocaron a la puerta para reforzar la vigilancia de los agentes privados de seguridad. Ya no hay bocadillos. Tampoco hay mesas; han sido amontonadas en un rincón con la intención de que los clientes 'pidan en el mostrador la consumición y se la lleven a la calle'.

Jerusalén se muere poco a poco. Los del Walking Zionist Tours, la joya de los recorridos turísticos a pie por Jerusalén, mantienen la tienda abierta, pero han tenido que apuntalar el negocio con la venta de lotería, ya que hay recorridos cancelados por falta de seguridad. Otros trayectos son imposibles; se necesita un mínimo de cuatro turistas juntos, para que a los organizadores les sea rentable. Muchos hoteles han preferido cerrar.

Los empleados del sector turístico han empezado a reciclarse en el ramo de la seguridad o se han convertido en taxistas. Los ansiolíticos y los tranquilizantes están en todas las mesillas. Es el prólogo del 'yo me voy, no aguanto más' o 'mi mamá está muy preocupada', con que se ha despedido la chica brasileña que cada mañana servía en el bar el café a los periodistas. Pero la mayoría ha decidido quedarse y enloquecer en una ciudad cada vez más ensangrentada. Como su historia.

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