Golpe o porrazo
Policías municipales de Madrid han acusado de brutalidad policial y de uso excesivo de la fuerza a sus colegas de las fuerzas antidisturbios enviados para disolver una manifestación reivindicativa que no había sido autorizada por el delegado del Gobierno, señor Ansuátegui. Este choque entre eternos rivales, este insólito derby madrileño celebrado hace unas semanas, quedó algo deslucido por la indefensión de los municipales, de paisano y sin porra, ante sus oponentes, que exhibieron su destreza con la pelota de goma, pues, aunque no siempre acertaron puerta, sí lo hicieron en ventanas y balcones de las inmediaciones, que regaron con sus proyectiles esféricos que algunos vecinos guardaron como recuerdo y otros, impregnados de espíritu cívico, como Javier Marías, devolvieron a sus legítimos propietarios y usuarios: al césar lo que es del césar.
Una incógnita subyace en la mente de todos los ciudadanos que alguna vez corrieron las calles en manifestaciones no autorizadas, azuzados por la vanguardia de las autodenominadas fuerzas del orden: saber qué pasaría si alguna vez se enfrentaran en igualdad de condiciones con otros profesionales del sector, en lugar de ir por ahí apaleando a multitudes desarmadas y pacíficas por regla general. Una incógnita que sigue sin resolverse. El abultado tanteo a favor de los antidisturbios, 14 bajas a 3, fue claramente engañoso por la citada diferencia de medios entre uno y otro bando. Para hacerse una idea aproximada del equilibrio de fuerzas habrá que esperar al encuentro de vuelta, que, sin duda, se producirá cuando el delegado del Gobierno, para que no le acusen de favoritismo, deniegue a la Policía Nacional el permiso para manifestarse, de paisano y sin armas, y les envíe a la Policía Municipal, enrabietada por el anterior resultado adverso, a disolverles de golpe y porrazo.
Los 2.000 policías municipales madrileños protestaban por la falta de medios materiales y humanos para cumplir con su labor, afectada por diversas reorganizaciones y reestructuraciones, una queja muy común que probablemente compartan mañana sus rivales y compañeros de ayer y que se escucha como perenne clamor de fondo en otros sectores públicos en vías de privatización más o menos solapada. La privatización de la policía cuenta entre sus más entusiastas partidarios e impulsores con el premier británico Tony Blair, un presunto, por laborista, defensor de lo público dispuesto a barrer con los últimos vestigios del viejo socialismo. El camino que va del socialismo a la socialdemocracia y de la socialdemocracia a la democracia a secas ha jalonado el viaje al centro de la Tierra de un amplio sector de la izquierda moderada europea; Tony Blair, a la cabeza de la expedición, ya ni siquiera recurre a la florida retórica patrimonial del laborismo y del izquierdismo; es un pragmático, y el pragmatismo bien entendido empieza por uno mismo.
Situado en el centro mismo del centrismo por derecho de conquista, Aznar no necesita desmarcarse de nada, ni de nadie, su pragmatismo tampoco necesita de retóricas. Cuando hace un tiempo publicaron los periódicos que empresas privadas y, por lo tanto, civiles se iban a ocupar de la seguridad de las instalaciones militares españolas, nadie se sonrojó ni escandalizó por la paradoja, aunque hubo algún teórico del trasnochado progresismo que, fiel a su versión conspirativa de la Historia, aprovechó la ocasión para argumentar que la supresión del servicio militar obligatorio no había sido tanto un servicio a la población juvenil española como un sibilino paso adelante en la privatización de los ejércitos, otra peculiar utopía que Aznar comparte con su amigo y cuasi correligionario Tony Blair. El aumento de la inseguridad, el incremento de la criminalidad y, por qué no, de las batallas campales y públicas entre diversos cuerpos de seguridad, contribuyen sin duda a crear un ambiente propicio entre la ciudadanía hacia la existencia de policías privadas, una alternativa ligeramente más civilizada que la de esos somatenes vecinales que a veces se erigen en policías por su cuenta y por su mano en algunos barrios. El pensamiento único, el único pensamiento del mercado único, es que el que quiera algo que lo pague: la educación, la seguridad o la pensión de jubilación.
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