_
_
_
_
Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Hitler para menores

Mario Vargas Llosa

Para ver 'The Producers', el espectáculo más exitoso de Broadway en la actualidad, hay que esperar tres meses o comprar entradas de reventa que valen cuatro veces su precio de taquilla. El musical de Mel Brooks, co-autor del guión y autor de la música y letra de las canciones, dirigido por Susan Stroman, creadora también de la coreografía, es una adaptación para el teatro de la película del mismo título que Brooks escribió y dirigió en 1968, y que interpretaron Zero Mostel y Gene Wilder. El film, aunque ganó algunos premios, no tuvo mucho éxito de público y no hay duda de que, quienes han visto 'The Producers' en la pantalla y en el escenario, encontrarán que la versión teatral es más audaz, risueña, original y brillante que la cinematográfica, y que, por lo demás, justifica de sobra el entusiasmo que ha despertado.

La obra cuenta la historia de dos productores teatrales sinvergüenzas que deciden montar en Broadway un fiasco para quedarse con el dinero de las incautas damas que les financian los montajes; a fin de asegurar el fracaso, llevarán a escena la peor obra del mundo, encargarán dirigirla al director más chambón y encabezar el elenco a una birria de actor. La obra elegida para el fraude es un disparate hagiográfico del nazismo escrito por un enloquecido hitleriano llamado Franz Liebkind y titulada: 'La primavera de Hitler'. Pero, contrariamente a las expectativas, el espectáculo alcanza un éxito descomunal y los dos compinches -Max Bialystock y Leo Bloom- terminan tras las rejas del presidio de Sing-Sing. Naturalmente, ambos productores aprovecharán la experiencia carcelaria para montar un nuevo musical que remueva los cimientos de Broadway.

Antes que nada, debo decir que el espectáculo es una pura delicia de principio a fin, por la agilidad y la gracia de los diálogos, que chispean de ironías, hallazgos, burlas y sorpresas, así como por la belleza y variedad de las canciones y la perfección de los números de baile. Todo el espectáculo es un despliegue de destreza, profesionalismo y eficacia. Los dos principales actores, Nathan Lane y Mathew Broderik, cantan y danzan tan bien como actúan y presiden un verdadero aquelarre de felicidad histriónica en el que los decorados y los vestuarios se suceden a un ritmo delirante creando la ilusión de un mundo desmesurado y grotesco donde nada es estable ni respetable ni temible, porque en él todos los seres y todas las conductas terminan siempre por volverse caricatura de sí mismos, hechos para provocar la carcajada y un sentimiento contradictorio, el desprecio benévolo o la simpatía desdeñosa, algo así. Se trata de una farsa con toques de genialidad. Es imposible arrancarse al hechizo de lo que ocurre sobre las tablas y hasta un espectador tan poco apetente como yo para los musicales me encontré en varias ocasiones, levantado en peso del asiento, aplaudiendo a rabiar. El clímax del espectáculo es, claro está, aquella caja china en la que vemos reproducirse en escena 'La primavera de Hitler' en la que un Fuehrer amanerado y marica, rodeado de blondas walkirias de larguísimas piernas con svásticas en el brazo, canta y baila en lo alto de una escalera hollywoodiense la canción 'Heil Myself, Heil To Me'. El público delira de risa y las salvas de aplausos resuenan en el teatro como repiqueteos de ametralladoras.

¿Es mezquino y estúpido buscarle peros a un espectáculo tan maravillosamente divertido, luego de haber estado sumido durante tres horas gracias a él en una efervescente ilusión? Tal vez lo sea. Pero, de todos modos, vale la pena dejar constancia de que, además de gratificar a manos llenas los sentidos y el ánimo de los espectadores, 'The Producers', también, de algún modo, se las arregla para adormecer los escrúpulos éticos que aquellos todavía puedan alentar, demostrando que en nuestra época algo que parecía el último tabú -Hitler y el nazismo, responsables de la segunda guerra mundial y del holocausto de seis millones de judíos- podía ser convertido en un producto manufacturado de consumo masivo para saciar el hambre de entretenimiento y diversión, la más seria y compartida pasión de nuestro tiempo.

Porque en 'The Producers', a diferencia de lo que ocurría con 'El Gran Dictador' de Chaplin, cuyo humor estaba corroído de una pugnaz y virulenta crítica, el manifiesto objetivo del espectáculo -que desde luego consigue con creces- es regocijar y encantar al público y nada más que eso. No pongo en duda que eso sea ya mucho. Soy el primero en celebrar el talento -como director, arreglista y compositor- de Mel Brooks. Y creo que la banalización del tema de Hitler que su obra también representa, no hace sino manifestar, de una manera particular, un fenómeno mucho más general y característico de la mal llamada postmodernidad: el desplome de todos los valores tradicionales en el mundo de la cultura bajo la tiranía sacrosanta de la frivolidad lúdica, valor supremo y acaso único que nadie cuestiona en estos albores del tercer milenio. Él no está reñido con la originalidad artística ni con el genio literario o teatral, desde luego; pero sí con toda aspiración a hacer de las artes y las letras, además de una fuente de placer y ensoñación, un estímulo para la reflexión y la crítica intelectuales, una manera no pasiva de enfrentar la problemática humana y de incitar a la imaginación y a la sensibilidad a trascender los datos más evidentes de lo real en busca de las verdades escondidas.

Divertirse, sorprenderse, pasarla bien, adormecerse sin tener que hacer demasiado esfuerzo de inteligencia o imaginación, y, sobre todo, distanciarse a través de esas imágenes de estupefaciente entretenimiento de toda responsabilidad es lo que pide cada vez más el público que va al cine, al teatro o compra libros, y lo que suelen darle a raudales las películas, los espectáculos y las novelas. Hay toda una madeja de teorías que están detrás de esta tendencia dominante de la civilización de nuestro tiempo y que, mejor que ninguna otra, emblematiza la teoría deconstruccionista, según la cual, deconstruyendo las imágenes y las ideas que constituyen la cultura en vez de aparecer la naturaleza profunda de la realidad humana, ésta se deshace y eclipsa como un espejismo. Porque las palabras y las imágenes y las ideas en vez de remitir a lo vivido, a la experiencia concreta de los seres vivientes, remiten sólo a otras palabras, imágenes e ideas, en un laberíntico juego de espejos, un fuego de artificio autosuficiente en el que no sólo es pretencioso sino también inútil buscar explicaciones del mundo, de las relaciones humanas, de los destinos particulares. Como el aceite y el agua son insolubles, así lo es también el arte y la vida: dos dominios que coexisten sin mezclarse, soberanos y ensimismados, cada uno con su propia idiosincrasia, sus valores y su moral.

Si el arte es eso, puede permitírselo todo, salvo aburrir a las personas. Su única obligación moral es distraerlas, arrebatarlas en un juego tanto más eficaz cuanto más irresponsable, es decir cuanto más ajeno a las coyundas, servidumbres y elecciones de que una vida humana está conformada. En 'The Producers' Hitler no es más malvado ni pernicioso que los simpáticos vivillos de Broadway que, subiéndolo a las tablas, musicalizándolo y flanqueándolo de SS con minifaldas y atrevidos escotes que zapatean el paso de ganso, esperan embolsillarse un buen fajo de billetes. Es, simplemente, más payaso y ridículo que ellos, y, por eso mismo, más divertido. Su papel, comparado al de Max Bialystock y Leo Bloom es mucho más corto e intenso, porque si fuera tan largo como el de ellos Hitler sería el héroe del show y el que se llevaría los mejores aplausos.

¿Significan estas observaciones que está prohibido divertirse? ¿Que debemos resucitar los temas-tabú y que la literatura y el teatro deben adoptar siempre expresiones serias y enfurruñadas para ser serios y respetables? No. Significan que el arte y la ficción de nuestros días que intentan continuar el viejo empeño de los clásicos y los viejos maestros de ayudar a entender el mundo a espectadores y lectores, de corporizar en historias e imágenes los gaseosos fantasmas de una época, de sensibilizar y alertar a los humanos sobre las fuentes de su infortunio y frustración, van siendo cada vez más arrinconados en los márgenes de la vida social, y siendo reemplazados por lo que César Moro calificó como el arte-adormidera, unos espectáculos y ficciones de superficies inmensamente divertidas y brillantes pero de entrañas a menudo escapistas y cínicas. Porque sólo cuando se ha llegado a la lastimosa convicción de que este mundo no será nunca mejor ni diferente de lo que es se puede concluir que en él lo único que tiene sentido y razón es buscar la manera de escabullirse de la vida, embriagado en juegos de mentiras entretenidas de las que no se desprende nunca (como en el arte caduco) alguna verdad.

El humor y el juego no están reñidos con el gran arte; más bien, suelen ser sus ingredientes centrales. El Quijote es también una soberbia novela de humor y, en las tablas, como Shakespeare, Molière jugaba, se divertía y hacía reír a mares a sus oyentes con bromas e ironías que, además, mordían en carne viva en los temas más escabrosos de su tiempo. Pero las ficciones de nuestra época -la de la civilización ligera, leve- se van pareciendo cada vez más a las seriales televisivas que, aunque pretendan ser serias, resultan siempre cómicas por la manera estentórea en que simplifican y banalizan la vida, reduciéndola a unos esquemas y fórmulas desprovistos de la libertad, la imprevisibilidad y la complejidad que caracterizan a todo quehacer humano. El disforzado Adolf Hitler que, en lo alto del trono de las estrellas, ruge y zapatea, descaderado, pidiendo la gloria de los vencedores, y obteniéndola de manera simbólica en las ovaciones de un público extasiado, es un símbolo de la entronización, por vías inesperadas, en la cultura contemporánea de lo que antaño se llamó 'el arte por el arte'. Porque, desde luego, es innegable que el Hitler de 'The Producers' del admirable Mel Brooks es un personaje logradísimo y persuasivo a más no poder.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_