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Tribuna
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Otra vez la historia

Sentiría resultar reiterativo, y más aún parecer gremialista, pero a mi juicio siguen multiplicándose las evidencias de que, tras un cuarto de siglo de democracia, todavía no hemos hallado -las instituciones, los partidos, la ciudadanía en general- un modo satisfactorio, unos criterios claros para digerir nuestra convulsa historia contemporánea y, particularmente, las traumáticas experiencias de la guerra civil y del franquismo. Un día se decide condecorar e indemnizar a las víctimas del terrorismo, y acto seguido aparece entre ellas la siniestra figura del comisario Melitón Manzanas, y demasiados demócratas se quedan perplejos y sin respuesta ante tamaña contradicción. Otro día distintos grupos políticos proponen rehabilitar a los maquis, o compensar moral y materialmente a los presos antifranquistas, y la derecha se escabulle con subterfugios varios. Entretanto, el callejero y la estatuaria pública de media España continúan trufados de caudillos ecuestres, de generales golpistas y de fascistas del más diverso pelaje, sin que ello provoque incomodidad alguna en la inmensa mayoría de la población.

Del callejero, precisamente, ha surgido el hasta hoy último ejemplo de desorientación a la hora de contemplar nuestro pasado colectivo. Ha sido en Cataluña -donde tal vez creíamos superado ese debate-, en Lleida -una ciudad con gobierno de izquierdas- y por iniciativa de Antoni Siurana -un poderoso barón del PSC- donde la Paeria ha resuelto poner a una nueva vía urbana el nombre del penúltimo alcalde franquista de la localidad, Juan Casimiro Sangenís. La decisión, por supuesto, ha suscitado polémica y rechazo; pero, antes de analizarla, quizá sea útil trazar el perfil biográfico y político del homenajeado.

Juan Casimiro Sangenís Corriá (Artesa de Lleida 1919-Lleida 2001) era hijo de Casimiro Sangenís Bertrand, diputado tradicionalista en las Cortes del Bienio Negro (1933- 1935), y candidato derrotado en las elecciones generales de febrero de 1936, asesinado en la capital del Segrià durante la pleamar revolucionaria del verano siguiente. El joven Sangenís, por su parte, pasó a la zona franquista, combatió de 1937 a 1939 en la IV División de Navarra y desde la década de 1950, licenciado en farmacia, desarrolló una larga carrera en las filas del partido único y del régimen dictatorial. Fue, entre otras cosas, consejero provincial del Movimiento, presidente de la Cámara Sindical Agraria, diputado provincial y, por fin, alcalde de Lleida (1967-1974) a la vez que procurador en las Cortes orgánicas como representante municipal; siete años largos de mandato, coincidentes con una intensa represión de la que fueron víctimas predilectas las jóvenes Comisiones Obreras locales y los comunistas del PSUC. Después de cesar, todavía le dio tiempo a ocupar la presidencia de la Diputación Provincial entre 1974 y 1979; vamos, que apuró el 'espíritu de servicio' -como se decía entonces- hasta las heces...

Habiendo solapado sus últimos cargos públicos con el arranque de la transición, con el período constituyente, con la presidencia de Tarradellas, ¿experimentó Sangenís alguna evolución ideológica, se distanció de la dictadura a la que tanto había servido? Me temo que no. Para confirmarlo, transcribiré algunas frases de la larga entrevista que Josep Varela i Serra sostuvo con él a finales de 1992, y que publicó luego en el libro Converses amb sis alcaldes de Lleida (Pagès Editors, 1993): '¡Yo he sido franquista, y lo soy! Porque, a mí, Franco me devolvió los principios que yo había vivido en casa, religiosos y de orden. Me dio unos años de paz que pude dedicar a mi casa, a mi madre y a mi esposa cuando me casé. Y me posibilitó ser alcalde de Lleida, un honor que no se me había pasado por la cabeza. A veces, por motivos familiares, se me cataloga de tradicionalista, pero reconozco que soy franquista. Porque hice la guerra con él, y por todo lo que he dicho anteriormente'.

Juan Casimiro Sangenís (que en paz descanse) tenía todo el derecho del mundo a conservar hasta el fin sus lealtades de juventud, como lo tenía a expresar ese leridanismo que la dictadura tanto y con tan mala intención cultivó en las tierras de Ponent ('...la atracción de Barcelona, que ha sido siempre nefasta para Lleida, y lo continúa siendo...') o a exhibir su curiosa concepción del cargo, clientelar y populista ('¿cualidades de un alcalde? (...) Que seas de una familia de Lleida, que sepas comer caracoles... pero, sobre todo, ¡hacer favores!'). Ahora bien, si aceptamos que el callejero de nuestros municipios debe tener un sentido pedagógico y ejemplarizante, me pregunto dónde residen la lección y el ejemplo que el alcalde Sangenís ofrece a los leridanos de hoy: ¿en su dilatado currículo a las órdenes de un sistema despótico? ¿En sus cálidos elogios al Generalísimo? ¿En sus arduas gestiones -bienintencionadas, por qué no- entre los clanes del régimen, cerca de un Fernández de la Mora receptivo o de un López Rodó hostil? ¿En su mudo asentimiento ante las detenciones de los grises y las condenas del Tribunal de Orden Público?

El actual Paer en cap, Antoni Siurana, ha respondido a las críticas arguyendo que la calle dedicada a quien le precedió no honra su trayectoria ideológica, sino 'el servicio que prestó a la ciudad'. ¿Cabe deducir de ello que, para Siurana, la gestión es algo abstracto, separable del contexto político? ¿Que, según él, un edil dedocrático es lo mismo que un elegido en democracia? Más aún: cuando el señor Siurana sea consejero de Gobernación e Interior no ya alternativo, sino de verdad, ¿debemos esperar que promueva una campaña reivindicativa general de los Porcioles, Antoja Vigo, España Muntadas, Crespo Gil, Ordis Llach, Burrull, etcétera, sobre la base de que fueron unos franquistas redomados, sí, pero 'hicieron mucho' por sus respectivas ciudades?

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Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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