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Una explicación de la crisis argentina

La Argentina viene viviendo por encima de sus posibilidades desde hace muchas décadas, ¿40, 50 o 60 años? Siempre el desfasaje partió del Estado (que es, en última instancia, quien rnarca las grandes pautas de una sociedad) y sus endémicos déficit.

La sociedad vivió esos déficit como algo totalmente ajeno a ella, como algo abstracto, como un tema para economistas y financistas de organismos intemacionales. Veamos el proceso en perspectiva.

Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, la Argentina se encontraba fuertemente capitalizada. Había vendido alimentos a los países beligerantes, y éstos, al concentrar su aparato productivo en material bélico, no disponían de bienes para venderle a la entonces rica Argentina. El Estado comenzó a gastar afanosamente esas reservas, y en pocos años se esfumaron. Cuando ya no habían reservas, recurrió a los bancos internacionales y financió a través de ellos los gastos que no alcanzaban a cubrir los impuestos. Cuando la deuda llegó a un punto insostenible, los bancos dijeron basta. La gran pregunta fue ¿dónde hay recursos? Y allí el Estado se percató de que el sistema financiero argentino era el más capitalizado de América Latina, y que podría hacer un negocio extraordinario financiando sus déficit presupuestarios tomando dinero de los bancos al 6% o 7% y empujando la inflación al 20% o 25%. Resultado: en poco más de 5 años se esfumó el ahorro interno de los argentinos, que optaron por el dólar y el consumo para proteger su capital.

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La pregunta volvió a ser: ¿dónde hay recursos para financiar los déficit? Allí el Estado advirtió que la Argentina poseía el sistema de cajas de pensión (que era oficial) más capitalizado de América Latina, y que podría cubrir esos déficit apropiándose de los ahorros de los jubilados; total, todo quedaba dentro del Estado. En poco más de 5 años el Estado se gastó lo que los jubilados habían ahorrado en toda una vida de trabajo. Cuando las cajas de pensión quedaron vacías, la pregunta fue: ¿dónde hay recursos? En este punto, habían pasado unos cuantos años del primer gran endeudamiento argentino, habían cambiado las ecuaciones y el país pudo financiar nuevamente el 'abstracto' déficit fiscal con crédito externo. Pero como en el filme anterior, se llegó a un punto donde los bancos y los organismos internacionales dijeron basta.

La pregunta volvió a ser: ¿cómo conseguir recursos? Aquí el Estado se percató de que disponía de un extraordinario parque de compañías privatizables con las cuales 'hacer caja' y saldar así la diferencia de gastos que no cubrían los impuestos. Se desprendió entonces de todo lo que tenía vendible: el gas, la electricidad, los teléfonos, los ferrocarriles, la distribución de agua, el correo, los combustibles...

Cuando no hubo más nada para vender, la pregunta volvió a ser: ¿cómo se cubre el déficit? Todavía quedaban las reservas subterráneas de hidrocarburos aún no explotadas. Se vendieron entonces los depósitos de gas y petróleo a futuro y el Estado consiguió cash para cerrar la brecha del bendito (o maldito) déficit fiscal. Lo que no alcanzaron a cubrir con esas ventas se obtuvo con crédito externo, pero fue lo último que llegó. ¿Dónde hay recursos? Ya no queda nada, presidente, le dijeron los asesores a De la Rúa. Y efectivamente era así.

Los que manejaron durante todo ese tiempo el Estado, tanto políticos como militares, nunca quisieron frenar la noria, nadie quería arruinar a la sociedad la fiesta del domingo y ser el malo de la película. Todos prefirieron siempre pasarle el fardo al Gobierno siguiente. La noria recién se detuvo cuando ya no hubo ningún tipo de recurso para seguir moviéndola. Debemos convenir que la sociedad nunca quiso saber realmente lo que pasaba, o bien prefirió comprar las teorías facilistas que culpaban a factores exógenos de los males argentinos.

Demás está decir que para cerrar la brecha entre gastos e ingresos se apeló a todo tipo imaginable de gravámenes, hasta el colmo de que el impuesto a la renta (se tenga o no se tenga) se cobra (y se gasta) con un año de antelación en concepto de 'anticipo'.

También se intentó en varias ocasiones resolver el problema de la manera más sencilla de todas: imprimiendo billetes y emitiendo moneda. Y la Argentina conoció (y padeció) en más de una oportunidad hiperinflación. A raíz de ello, y hace ya más de 10 años, la sociedad rechazó el uso del peso argentino como medio de pago. Sólo se pudo volver a usarlo cuando, por medio de una sacrosanta ley del Congreso, se les garantizaba a los ciudadanos que cada dólar que cambiaran al Banco de Argentina (acá llamado Banco Central, pero que nada tiene que ver con el homónimo español) quedaría en depósito en dicho banco garantizando la paridad de uno a uno. Con esa condición los argentinos aceptaron cambiar sus dólares por pesos y en base a ese contrato se pudo reconstruir el sistema financiero argentino, ¿puede sobrevivir sin él?

Visto en perspectiva todo el proceso fue una gran estupidez, pues un país con las posibilidades de la Argentina, con sus recursos humanos y naturales, no precisaba de ningún subterfugio, de ninguna piolada, como decimos los argentinos, para ocupar una posición digna en el mundo.

Hoy estamos 'desnudos y en la calle', enfrentados a la realidad. Este duro panorama, el injusto dolor que están pagando los sectores más sufridos de la sociedad, nos llevará, sin dudas, a madurar, a aprender la gran lección.

Los que manejaron el Estado (y como siempre sucede, a la larga esa imagen se transmite a toda la sociedad) lo consideraron un botín, en algunos casos para sí, en otros para sus corporaciones o para los intereses que representaban. Cada Gobierno fue otorgando pensiones graciables, repartiendo prebendas e incorporando más y más agentes. Congeladas las vacantes, se descubrió el sistema de 'los contratados', que pasaban a ser permanentes y se acumulaban de administración en administración.

Simultaneamente, los servicios que el Estado prestaba a la comunidad, sin criterios de administración y de eficiencia, se tornaron cada vez más deficientes.

Así las cosas, un día el sistema colapsó. Cuando la insolvencia del Estado fue tomando conocimiento público, los ahorristas, por precaución, comenzaron a retirar sus depósitos de la Argentina (salieron más de 25.000 millones de dólares en pocos meses), lo que generó una corrida en masa imposible de atender, ya que los bancos tenían la mayor parte de sus tenencias aplicadas a préstamos (entre ellos, al Estado nacional y a las provincias). Esa hemorragia sólo pudo detenerse con el corralito, una medida oficial que congela los depósitos en los bancos por plazos de hasta tres años. Ello generó una falta de liquidez y la desaparición de cualquier tipo de crédito, que profundizó aún más la crisis y la recesión. Como la cara visible de la restricción son los propios bancos, se han transformado en las instituciones más odiadas del planeta. Como si fuera poco, el Estado argentino declaró el default (imposibilidad de pagar) sus compromisos externos, y también el default de su propia moneda. Ya no devolverá a los tenedores de pesos los dólares que creían en garantía, dólares que en la nueva cotización del mercado libre han duplicado su valor. Estas medidas -posiblemente inevitables- han minado la confianza de los inversores externos y de los propios argentinos, amén de que harán subir los precios de todos aquellos productos vinculados al dólar, acentuando la pobreza y la marginación de los marginados.

Como verán los lectores, no está fácil el campo de juego.

Sin embargo, el presidente Duhalde está exhibiendo condiciones de mando y de control de la situación a pesar de errores y a favor de aciertos cometidos en el fragor de la crisis. Su Gobierno tiene posibilidades ciertas de cumplir su cometido: volver el país a la normalidad. Tiene, además, en sus manos una oportunidad inigualable para señalar a la sociedad la real naturaleza de los hechos. En cambio, si, en aras de salvar su responsabilidad y la de la clase política, contribuye a confundir a la opinión pública, sólo conseguirá atrasar la salida. Aunque la realidad al final se impone. ¿Cómo se explica entonces una sociedad que demonizó al FMI y a los Estados Unidos, tener que suplicarles casi de rodillas que se apiaden de la Argentina?

No obstante, la Argentina sigue siendo un país de extraordinarias posibilidades, si aprende esta lección e interpreta la realidad en el sentido correcto. Si así lo hace, ya el año próximo podremos comenzar a ver la recuperación (no comparto las visiones excesivamente pesimistas de muchos analistas argentinos). En cambio, si falla en entender lo sucedido, tal vez tardaremos algunos años más, pero a la larga saldremos adelante.

Mi confianza en la recuperación del país es total, pues por fin hemos llegado al punto de la verdad.

Ricardo Esteves es empresario, consejero del Grupo Velox de Argentina.

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