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Columna
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Estudiantes

Hace seiscientos o setecientos años, los alumnos que asaltaron el rectorado de Sevilla habrían tenido más suerte: entonces los estudiantes eran una especie protegida, criaturas mestizas entre lo común y lo sobrenatural que gozaban del patronazgo de los poderosos. La escasez de gente letrada, de cerebros, manos y lenguas que supiesen descifrar los libros o aumentar su número recomendaba incentivar de algún modo el acceso a la Universidad. En 1158, el emperador Federico Barbarroja apartaba a la clase estudiantil de la jurisdicción de las autoridades seculares; casi cincuenta años después, Felipe Augusto de Francia prohibía al preboste de París prenderles ni siquiera bajo excusa de delitos graves de sangre o prevaricación; y desde 1200, Enrique III garantizaba inmunidad civil a los matriculados en Oxford. A primera vista, la situación parece idílica para el estudiante; pero la realidad distaba de ser tan satisfactoria como su imagen. Más que constituir un estamento aparte que gozaba ventajosamente de sus privilegios, los estudiantes engrosaban una especie de casta de intocables que los aproximaba, sobre cualquier otro grupo, a los leprosos. Un importante porcentaje de ellos eran pobres de solemnidad, carecían de recursos para mantener una pensión o costearse un almuerzo diario, pero seguían yendo a las facultades con el fin de conservar su posición legal. El resultado de su indigencia se volvía fácilmente visible al poco tiempo: jóvenes escuálidos malvivían entre las calles de las grandes ciudades, mendigando, convirtiéndose en acróbatas ambulantes o echadores de suerte, recurriendo al puñal y el garrote cuando la fortuna se volvía demasiado sorda a sus necesidades. Y luego documentaban su larga experiencia de vagabundeos, borracheras y desengaños en poemas bastardos en latín y romance, esos que hoy engrosan la famosa colección de los Carmina Burana, y en cuyos versos salen igual de mal parados el destino, los frailes, las autoridades religiosas y civiles, las muchachas que se negaban a conceder sus favores a desheredados sucios y sin un céntimo.

Podemos preguntarnos qué ha quedado de la vieja imagen del estudiante hoy, a más de siete siglos de distancia. La inmunidad de las universidades, un vago prestigio mezcla de admiración y burla. Con el número de adolescentes que anualmente ingresan en las facultades, carece de sentido conservar los privilegios de antaño: todos ellos se hallan expuestos al peso de la ley como el más desnudo delincuente. Pero a pesar de haber perdido esa prerrogativa, el resto de su antigua condición de parias se mantiene; nadie considera oportuno escuchar al estudiante, nadie va a preocuparse de recabar su opinión en cuestiones que le atañen tan directamente como la modificación de los planes de estudio o la reforma de la legalidad vigente en los claustros. Se deja que proteste, que grite, que corte calles, incluso que acampe en los umbrales de los consistorios en un sitio donde no interrumpa el tránsito. Y cuando el pobre, harto de ser desoído, rompa dos puertas del siglo XVIII con toda su impotencia, se le esposa y se le aplican medidas ejemplares. Éste es el trato que merece quien aprende, hoy, a descifrar libros o a aumentar su número en las bibliotecas.

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