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Columna
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La pata coja de la productividad

Poco a poco vamos teniendo noticia de la naturaleza del crecimiento de la economía española a lo largo de los últimos años, y opinión sobre lo que queda por venir. Así, no cabe dudar de que ha observado crecimientos superiores al conjunto de la Unión Europea; el futuro, sin embargo, dependerá del comportamiento de la variable económica que sostiene la prosperidad, es decir, la productividad. La paradoja de la economía española de hoy es que presenta unos resultados apreciables en materia de crecimiento relativo, a la vez que registra una evolución paupérrima de la productividad.

Existe una rara unanimidad en casi todos los estudios que se pronuncian sobre el crecimiento de la productividad. Parece guardar asiento principal en tres pilares, cuya naturaleza queda descrita en el título de un informe reciente de la OCDE (Science, Technology and Industry Outlook. Drivers of Growth: Information Technology, Innovation and Entrepreneurship). Lo cierto es que desde 1990 el comercio internacional de los países de la OCDE vinculado a productos de contenido tecnológico elevado se ha multiplicado por un factor superior a dos, frente al estancamiento del comercio de productos de contenido tecnológico medio y bajo. También que los sectores intensivos en conocimiento vienen observando tasas de crecimiento mucho más elevadas que las del resto de actividades en la mayor parte de las economías desarrolladas.

El denominador común de los tres factores de crecimiento (tecnología de la información, innovación y manifestación del talento empresarial de las gentes) es que resultan en gran medida del acierto e intensidad de las políticas públicas. El examen comparado de España con otros países alumbra una explicación plausible de las bajas tasas de crecimiento de la productividad, tanto la que se refiere al factor trabajo como la que resulta de la valoración agregada del conjunto de factores productivos o PTF; simplemente, invertimos poco en conocimiento y, probablemente, las políticas públicas son desacertadas

Algunos estudios recientes permiten enmarcar la relación entre I+D y productividad. Sabemos que en el conjunto de las economías desarrolladas un aumento del 1% del gasto de I+D de las empresas genera una variación positiva del 0,13% de la productividad PTF, que es la mejor medida del progreso técnico. También que un aumento igual del gasto ejecutado por universidades y centros públicos de investigación da lugar a un crecimiento de la productividad del 0,17%. Como las cifras de gasto en términos de PIB son relativamente modestas, los beneficios sociales de la investigación son obvios.

Las reglas anteriores no se verifican de igual manera en todos los países. Los rendimientos del gasto son mayores en las economías que asignan a la I+D un volumen superior de recursos; aparentemente, existe un umbral del esfuerzo por debajo del cual los efectos económicos de la investigación son inapreciables. También lo son en los países que asignan menos recursos a la I+D asociada a la industria de defensa. A partir de aquí cabe dibujar las singularidades españolas. La primera es que el gasto de I+D per capita apenas alcanza el 38% de la cifra correspondiente a la Unión Europea; además, su trayectoria en la década de los noventa no permite cobijar demasiadas esperanzas, salvo milagros estadísticos. Conviene poner en relación tal evidencia con lo acaecido en países que han observado un mejor comportamiento de la productividad, por ejemplo, Finlandia, Dinamarca, Australia o Suecia; también son los países que mayor esfuerzo han realizado en esta materia. Algunos, como Irlanda, partían de cifras similares a la nuestra; hoy doblan nuestro gasto de I+D per capita.

Otra singularidad llamativa tiene que ver con el apoyo público a la I+D de la industria de defensa. En 2002, los apoyos presupuestarios correspondientes alcanzan el 60,5% del presupuesto de gastos del programa 542-E de Investigación y Desarrollo Tecnológico. Si restáramos tales cantidades del gasto total de I+D, comprobaríamos que la cifra anterior de esfuerzo per capita exagera la aplicación real de recursos a la I+D en la economía española.

La pobreza de nuestros datos parece haber llevado a las autoridades públicas a multiplicar su valor mediante la consideración de las cifras procedentes de la Encuesta de Innovación sobre el esfuerzo innovador de la empresa española. De esta manera, añadiendo los gastos de innovación de las empresas, pasamos del 0,94% del PIB (gasto de I+D) al 1,67%, gasto de I+D+i del sector empresarial, lo que constituye un récord histórico, como reza un informe presentado por el Ministerio de Ciencia y Tecnología al Consejo General de Ciencia y Tecnología el pasado 18 de enero. Omite el informe el detalle de que la mejora de las cifras de innovación del sector empresarial entre 1998 y 2000 resulta de la ampliación de la cobertura sectorial de las estadísticas sobre innovación, que contemplan ahora una buena parte del sector servicios. Es más, cabe deducir del citado informe y de los datos disponibles que en el primer año de vigencia del Plan Nacional de Investigación Científica y Desarrollo Tecnológico 2000-2003, es decir, 2000, se batió de largo el objetivo de gasto de I+D+i previsto para 2003: 2% del PIB. Casi se alcanza el objetivo antes de empezar el Plan. Ello, más la evidencia de que el nuevo ministerio ofrece los peores registros de toda la Administración central en materia de ejecución de los presupuestos públicos, permite tener una idea de la inanidad de estos asuntos en España.

Una característica de las políticas científicas y tecnológicas de hoy en las economías avanzadas es la atención a la investigación básica y a la financiación pública de tal actividad. Frente a la postura miope de que lo mejor es poner a trabajar a los científicos en la solución de problemas de orden práctico, el ejemplo de los países escandinavos parece mostrar lo contrario. El conocimiento básico es un bien público, pero no un bien libre, es decir, la única manera de sacar provecho de lo inventado fuera de las fronteras nacionales es manteniendo un potencial científico propio. Ésta, como tantas otras, es una historia de pavones y zidanes. En segundo lugar, las nuevas tecnologías tienen un contenido científico elevado; así, mientras el número medio de artículos científicos citados en las solicitudes de patentes americanas relativas a componentes de vehículos es 0,08, el promedio de los citados para patentes de biotecnología es 17. La emergencia de las nuevas tecnologías explica que el contenido científico de las patentes se haya multiplicado en Estados Unidos por seis en los últimos diez años.

La política tecnológica española parece haber adoptado un enfoque distinto. Así, las empresas españolas cuentan hoy con el marco fiscal para la I+D más favorable de la OCDE. Pero España es uno de los pocos países que incumplen la regularidad internacional de que un incremento del gasto de I+D del sector empresarial está asociado a un aumento de la tasa tendencial de incremento de la productividad PTF. Ello permite sospechar que las políticas de apoyo a la I+D empresarial no son adecuadas o que su gestión es deficiente.

Una segunda evidencia permite subrayar el deterioro de las condiciones de trabajo de quienes se ocupan de la investigación básica en España. Por piedad, no me referiré a las laborales. En 1998, el gasto en equipamientos e instrumental científico de universidades y organismos públicos de investigación alcanzó la cifra de 42.000 millones de pesetas, cifra inferior en términos nominales (sin tener en cuenta la inflación) a la invertida en años anteriores. Cabe subrayar además que los costes presupuestarios de los apoyos a la fragata F-100 o al Eurofighter, que sólo un optimista iluminado calificaría como investigación, alcanzan este último año las sumas de 57.000 y 63.000 millones de pesetas, respectivamente. Debe calificarse de milagro que la producción científica española siga situándose entre las diez más valoradas del mundo en áreas de biología, biomedicina, matemáticas o Química, según los indicadores bibliométricos al uso.

Por otra parte, el debate más reflexivo sobre las políticas científicas y tecnológicas apunta a la internacionalización de las plantillas de investigadores. Simplemente, los recursos investigadores son escasos y conviene traerlos desde donde se encuentran. Podríamos acudir a ejemplos de fomento de la inmigración cualificada en bastantes países, a través incluso de la utilización de la fiscalidad sobre la renta. La situación española es bien distinta. Es inútil leer las nuevas leyes de inmigración o de ordenación universitaria. Nada se encuentra al respecto. Ello no ha impedido, sin embargo, que algunos centros y departamentos universitarios hayan adoptado iniciativas en este sentido, pero ha sido casi siempre a pesar de los múltiples obstáculos de carácter administrativo, especialmente en el caso de los investigadores no procedentes de la Unión Europea.

Se dirá, después de lo anterior, que importa poco la forma de andar, que lo importante es el ritmo, que la productividad es cosa de economistas. Es posible, pero cualquiera que pruebe a andar a la pata coja como la economía española, apoyándose en el ciclo internacional, la actitud de los sindicatos y la paciencia salarial de casi todos, convendrá que las agujetas llegan a ser insoportables. Razón de más para que la convergencia real tenga un poco de fundamento, y para restaurar la pata de la política científica y tecnológica.

Alberto Lafuerte Félez es catedrático de la Universidad de Zaragoza.

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