Recelos en las dos orillas del Atlántico
La revista británica The Economist ironiza llamando velocirraptor a Paul Wolfowitz, número dos del Departamento de Defensa, cerebro del eje del mal y del anunciado ataque a Irak. Halcón, dice, no hace justicia a su dureza: es inteligente, es rápido y va derecho a la garganta.
La alemana Der Spiegel caricaturiza a George Bush como Rambo y a sus principales asesores como bárbaros que blanden espadas sangrientas. Por primera vez en la historia, cinco ministros de Asuntos Exteriores europeos y casi otros tantos altos funcionarios han criticado públicamente un discurso oficial de un presidente norteamericano: desde 'simplista' (Hubert Védrine), al 'no debe confundir entre aliados y satélites' (Joschka Fisher), pasando por 'absolutista' (Chris Patten).
La Administración norteamericana ha recibido las críticas primero con señales de mal humor y luego con la acusación de que Europa está empollando frívolamente una peligrosa oleada de antiamericanismo: hasta el elegante Colin Powell se sintió molesto y respondió que Védrine debía estar 'con los vapores', se supone que del frasco de sales, y que con Patten 'ya tendría unas palabritas'.
Los sectores más conservadores de EE UU han lanzado también su propia respuesta, ridiculizando a los aliados europeos como tiquis miquis poco consecuentes y nada efectivos. El comentarista de moda, Thomas Friedman, llegó a escribir: 'El presidente Bush cree que el eje del mal es Irán, Irak y Corea del Norte, y los europeos creen que son Donald Rumsfeld, Dick Cheney y Condi Rice'.
Tic europeo
Washington teme que las críticas ante su política internacional terminen convirtiéndose en un antiamericanismo declarado y quiere ponerles coto cuanto antes. Lo novedoso es que no ha dado esa misión a alguna de las agencias que ya existen, con la experiencia de los años setenta, sino que ha confiado la tarea a un nuevo organismo, dentro del Pentágono: la famosa Oficina de Influencia Estratégica.
La Oficina, con un presupuesto secreto, está destinada a moldear la opinión pública europea, y del resto del mundo, a favor de las iniciativas militares y políticas de Washington y ha sido recibida entre los aliados con estupor. Aunque en los últimos días el secretario de Defensa ha asegurado que no difundirá información falsa, como se planteó inicialmente, la iniciativa sigue causando verdadero consternación en los medios con mayor tradición pronorteamericana de Europa.
El principal problema de imagen de Estados Unidos en buena parte del mundo, afirman muchos especialistas, está relacionado con su posición en el conflicto de Oriente Próximo, y ya existen suficientes protestas por la manipulación de que son objeto las informaciones sobre Israel, como para anunciar nuevas campañas de intoxicación.'Todos sabemos que ésa es probablemente nuestra principal barrera para una estrategia de influencia y no desaparecerá facilmente', admite la periodista Flora Lewis. La comentarista Maureen Dow, en su famosa columna del NYT, aireó también su irritación: a los europeos les van a dar información falsa; a los estadounidenses ni eso, porque Bush tiene una espantosa manía secretista.
Esta irritación no impide, sin embargo, que en esos mismos sectores, próximos tradicionalmente a Europa, se detecte también un cierto temor ante lo que llaman el tic antiamericano de algunos europeos progresistas. En este sentido, varios profesores norteamericanos que han expresado estos días serias críticas al eje del mal de Bush y a una guerra que se extienda geográficamente, han señalado también su poca paciencia con la mínima capacidad europea para comprender el golpe que la sociedad estadounidense recibió el 11-S.
Poco a poco, la desconfianza y los recelos empiezan a plasmarse en casi todos los campos a ambos lados del Atlántico. También en choques de ideas, en medios intelectuales y académicos. De momento, el fuego lo abrió Estados Unidos con la llamada Carta de América: las razones de un combate, un largo escrito a favor de la guerra contra el terrorismo, que respaldaron 60 intelectuales norteamericanos. El manifiesto fue publicado por Le Monde y estaba claramente dirigido a lectores europeos. De hecho no se publicó en ningún periódico o revista de EE UU y sólo The New York Times le dedicó una reseña.
La iniciativa se organizó en torno al Instituto para los Valores Americanos, una de las muchas fundaciones que se dedican en Estados Unidos a defender principios conservadores y ultraliberales y que cuentan con grandes sumas de dinero privado para llevar a cabo su trabajo. El núcleo de los firmantes está integrado por conocidos intelectuales vinculados al pensamiento liberal conservador, como Francis Fukuyama, Samuel Huntington o Michael Novac, del Instituto Americano de la Empresa. Pero entre ellos figuran también algunos personajes menos característicos de la derecha estadounidense como Michael Walzer, filósofo e historiador, autor de varios libros sobre la guerra justa, o Robert Putnam, autor de libros muy apreciados sobre la desaparición de la sociedad civil norteamericana.
El texto defiende abiertamente la posición de Washington en su guerra contra el terrorismo, y mezcla las posiciones neoconservadoras con una novedosa crítica al aislacionismo más clásico de la derecha norteamericana. Defiende los valores morales como 'valores estadounidenses' que la comunidad internacional debe asumir y una imagen de EE UU como nación universal con una responsabilidad que le impide encerrarse en sus fronteras e ignorar lo que pasa más allá. Novedoso es también que algunos de los firmantes admitan críticas sobre las políticas mal orientadas e injustas que ha desarrollado Estados Unidos e, incluso, a la actitud de sus dirigentes, responsables de buena parte de la desconfianza que provocan en el mundo.
Respuesta
La respuesta europea a la Carta ha empezado a organizarse y ya circula en algunos medios intelectuales un borrador en el que se recoge, sobre todo, la indignación por la pretensión norteamericana no sólo de legitimar esta guerra, sino de querer, además, considerarla moralmente necesaria: 'Combatimos para defendernos, pero creemos que también para defender los principios de los derechos humanos y de la dignidad humana, que son la mejor esperanza de la humanidad'. También ha causado irritación la forma en la que reduce a la ONU casi a una simple organización humanitaria, sin capacidad para intervenir ni calificar juridícamente acontecimientos internacionales.
'Para proteger la dignidad humana', según defiende el borrador que está circulando en París, Berlín, Roma y Madrid, 'los autores del manifiesto deberían unir sus esfuerzos a los nuestros para contribuir a la creación de un marco jurídico global que obligue a todos por igual y se traduzca en la reducción de las desigualdades y la promoción de un mundo más justo y solidario, única manera eficaz de acabar con el terrorismo'.
¿Decide o no la ONU?
Éstos son dos de los párrafos de la Carta de América que mayor discrepancian ha provocado en medios intelectuales y académicos europeos: 'Algunos estiman, en nombre del realismo, que la guerra es esencialmente un conflicto de intereses y rehúsan la pertinencia de todo análisis moral. No es nuestro caso... Creemos que la razón moral universal, también denominada la moral natural, puede y debe ser aplicada a la guerra (...)'. 'Algunos creen que el argumento de 'último recurso' en la teoría de la guerra justa -la idea de que debe ser explorada toda alternativa razonable y plausible antes de recurrir a la fuerza- supone que el recurso a las armas debe ser aprobado por una instancia internacional reconocida, como la ONU'. 'Esta propuesta es problemática. De entrada, es una novedad: históricamente, los teóricos de la guerra justa nunca han considerado la aprobación internacional como una exigencia justa. Además, nada prueba que una instancia internacional como la ONU sea la más adecuada para decidir cuándo, y en qué condiciones, está justificado el recurso a las armas, sin olvidar que el esfuerzo necesario para aplicar sus decisiones comprometería inevitablemente su primera misión que es la humanitaria. (Según un observador, antiguo asistente del secretario general de la ONU, hacer de esta organización 'una pálida imitación de un Estado, a fin de que reglamente internacionalmente el uso de la fuerza, sería un proyecto suicida)'.
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