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Columna
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Morir de plantón

Benjamín Medina Leiva, de 87 años de edad, falleció en el hospital Vigen de los Lirios de Alcoy, donde ingresó, cuatro días antes, por insuficiencia respiratoria. Pero no falleció en una habitación, en una sala con los medios y recursos adecuados, sino en un pasillo, donde no se le respetó 'ni siquiera el derecho a morir con dignidad'. Es la crónica de otra indefensión. Poco después, el pasado viernes, el jefe del Ejecutivo valenciano, Eduardo Zaplana despachó con un lamento lo que califica, con demasiada ligereza, de 'episodio aislado', y sin pizca de rubor alguno declamó, una vez más, esa consigna que tiene todas las trazas del propagandismo más nefasto, de la provocación y el desprecio: la sanidad va 'excelentemente bien'. Epitafio sarcástico para quien agonizó, de un plantón, en medio del abandono en un corredor de trajines y de un amontonamiento de cajas y objetos inservibles, sin recibir la asistencia médica adecuada, a la que tenía todos sus derechos.

Un escena así, tan tremenda, con el moribundo ahogándose de arritmias y sus familiares, entre la impotencia y la indignación, debería ser suficiente para que las autoridades (in)competentes, reflexionaran y hasta se sofocaran, antes de renunciar definitivamente a sus cargos. Una decisión que exhibiría algunos síntomas de responsabilidad, sensatez y aspiración a la coherencia, sin que nadie tuviera que señalarles la puerta de salida. Pero estos políticos, muñidores y mamporreros de la jerarquía, han sido adiestrados, no para servir a quienes le pagan, sino para cumplir una misión alevosa y confidencial, aunque desenmascarada por sus reincidentes pifias: desbaratar la sanidad pública, despojarla, pieza a pieza, y ofrecerlas en almoneda, hasta depositarlas en manos de intereses privados. Todo eso, por supuesto, y a la vista está, sin importarles un ápice que en el curso de la operación se llevaran salud y algunas vidas por delante. La retórica de lentejuelas ya no les da para más. Y se van enterando. Por eso, a estas alturas, no basta con la destitución fulminante, eso sí, de la dirección médica y la gerencia del hospital Virgen de los Lirios. El consejero de Sanidad, Serafín Castellano debió precederles, en un gesto, por fin, honorable, convencido de que su autoinmolación, con poltrona incluida, sólo puede aportar beneficios a la salubridad de sus conciudadanos. Y es que lo suyo no tiene nombre: ¿quién puede arrebatarle el infecto récord de tantos desatinos y estragos?

Y ya pueden desgañitarse el socialista Ximo Puig y Joan Ribó, portavoz de EU, urgiéndole a Zaplana que termine con el caos hospitalario y con las camas en los pasillos. Eduardo Zaplana, con la Ley de Gobierno, anda ensoberbecido igual que un césar de cómic. Ensoberbecido, ensordecido y enceguecido, a pesar de la 'excelente sanidad', en su búnker de las Cortes, donde la derecha más o menos aborigen, se representa a sí misma, se enardece y se estimula obscenamente, frente a un mural de enfermos a la espera y apilados en los pasillos. Y no es ninguna proeza que eluda preguntas sobre Serafín Castellano; pero sí una vergüenza que sostenga aún tanta ineptitud. No llegara a destiempo ese anunciado repertorio titulado Diccionario de imprevisiones y despropósitos: de Zaplana a la Z. ¿ En cuántos tomos, dice?

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