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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

El mundo de la competición

Pilón se encuentra situada en la cronología literaria de su autor entre dos novelas excepcionales, Luz de agosto y ¡Absalón, Absalón! Al parecer, Faulkner se metió en la escritura de Pilón sumido en el mar de dudas que le estaba creando Absalón, por lo que dejó a esta última en espera y sólo la retomó y acabó cuando hubo finalizado la primera. El estilo pertenece, desde luego, a esta época de su escritura, la que va de El ruido y la furia a Palmeras salvajes, un total de 10 años, los más audaces y radicales de su carrera literaria.

En esta historia de aviadores, Faulkner prescinde de su condado de Yoknapatawpha y se interna en una suerte de abigarrada Nueva Orleans en fiestas. Estamos en Nueva Valois, en la inauguración del aeródromo, que coincide con la festividad del Mardi Gras. Pilotos y paracaidistas acrobáticos, con sus respectivos mecánicos, ayudantes, etcétera, concurren al evento y, de entre ellos, seguiremos a un grupo muy especial; dos hombres, Roger y Jack, la mujer de ambos, Laverne, el hijo y un mecánico llamado Jiggs. De inmediato se establecen dos mundos estancos entre sí: el de los aviadores y el de los ciudadanos de Nueva Valois. Los primeros parecen una raza especial -'no son humanos como nosotros... Estréllelos y ni siquiera sangrarán cuando los saque: será aceite lubricante...'-. Sin embargo, mientras la ciudad se apelmaza en torno a su jolgorio festivo, sus figuras irán cobrando nitidez y pronto empezaremos a verlos como un grupo de marginados ambulantes que van de feria en feria con sus aparatos, casi siempre justos de dinero, viviendo de los premios que consiguen alcanzar, hechos de una materia entre heroica y obsesiva que los mantiene en pie prueba tras prueba, ajenos a un mundo exterior que se limita a divertirse con el espectáculo, hasta que se estrellen o sean desalojados de su oficio por el propio avance de los tiempos, como los viejos cowboys.

PILÓN

William Faulkner Traducción de Miguel Sáenz Alfaguara. Madrid, 2002 402 páginas. 17,75 euros

La compleja escritura de

Faulkner se ceba en ellos en busca de sus almas, pero no lo hace desde dentro sino a través del personaje que conduce el relato y que actúa como narrador, un reportero de un periódico de la localidad, un solitario que se siente atraído por esas vidas cautivas de su propia fiebre y desarraigadas de todo cuanto no sea el mundo cerrado de los aviones y la competición. Así como existe un contraste evidente entre la ciudad en fiestas y el mundo de los aviadores, el reportero contrasta a su vez con el pequeño grupúsculo que le fascina. Un periodista apegado a la tierra, a la ciudad, y el grupo de cinco que vive del aire en cualquier lugar. Cuando el grupo vaga sin un céntimo buscando un rincón donde echarse a dormir para poder descansar antes de la actuación del día siguiente, acabarán en el triste apartamento del reportero mientras él se queda tirado fuera durmiendo la mona. De la ciudad sin rostro -una calle central siempre abarrotada que les impide el paso, una constante masa de confetis y serpentinas rezumando por los suelos- emerge este reportero que se queda fijado a la mujer, Laverne, pero también a la existencia viva, humana, trágica de estos trashumantes aéreos dejados de la mano de Dios. Él se convierte en una especie de puente entre la tierra y el cielo y será por sus ojos por los que veamos la dimensión del drama que se cuece de verdad en las vidas del trío central.

Faulkner emplea a fondo ese estilo característico suyo de mostrar lo que está a la vista y dejar que ello revele lo que hay detrás: esto supone que el lector tardará en hacerse con las riendas del relato, para lo cual sólo cuenta con la abigarrada sucesión de imágenes -de factura expresiva extraordinaria- con que se construye la escena. No da las claves sino los hechos, de manera que para descender por ellos a sus raíces se necesita la colaboración activa del lector. Las claves aparecerán, sí, pero sólo cuando la escena está ya construida. Al fin y al cabo, así sucede en la vida cuando nos fijamos en algo que llama poderosamente nuestra atención.

Quien pone los ojos que mi-

ran, seleccionan y hacen emerger los detalles significativos es el reportero. Pero él no es más que un tipo tan solitario y perdido como ellos, que se siente atraído por algo que ellos poseen y él no: esa fanática capacidad de vivir como viven. Por eso los sigue: porque quiere conocer lo que los empuja a vivir y morir, razón de la que él carece en su propia vida y también por una suerte de piedad de la que él tampoco se excluye. Sin embargo, no podrá pasar más allá de la conmoción y de la piedad. Se ha dicho que, en cierto modo, su presencia recuerda a la Muerte; y digo su presencia y no su acecho, pues los acompaña como una sombra. Pero justo ahí es donde la novela se resiente en parte, pues en estas densas páginas su mirada no nos revela nada más que lo que está a la vista, como si, finalmente, Faulkner hubiera descuidado el último sentido de un conflicto dramático del que se percibe sobre todo su cara externa. Al faltar ese último aliento, la intensidad de la historia se ahoga en su propia respiración y, de resultas de ello, el relieve de los personajes se oscurece y éstos pierden profundidad. Eso sí: lo hace con una imaginería expresiva apabullante, una imaginería y una tensión de escritura que es prima hermana de Luz de agosto y de ¡Absalón, Absalón! sin duda alguna. No sé si la novela se ha editado antes en castellano, pero en todo caso era imposible de encontrar, así que bienvenida sea y que no se pierda.

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