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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La tentación de la solemnidad

Se percibe, casi desde que arranca, el tic de un vicio o de un amaneramiento en la secuencia, de buen tronco melodramático, de Una mente maravillosa. Al director Ron Howard, que es un cineasta vulgar y rutinario, pero astuto, de esos que se quedan mucho más acá de donde dan la impresión de que llegan, se le nota que esta vez es demasiado consciente de que está manejando un asunto de los que engatusan tanto al público de pago como al de los corrillos entendidos y entendidillos con ramificaciones en los pasillos donde se toman las decisiones de la Academia de Hollywood.

Y, sabedor de que tiene entre manos la pera en dulce que estaba esperando desde que comenzó a hacer películas, el listo Howard engola la mirada, se pone trascendental y respira con aires de premiable. Y seguramente acierta, aunque si se esquinan los ojos parece obvio que este enfoque no ha beneficiado a la película, que deja ver sus claves de composición demasiado pronto y deposita estas claves en los recursos fáciles del subrayado y del exceso de evidencia, lo que a medida que progresa el relato hace de él un artificio previsible, que se vacía prematuramente de sentido de lo inesperado y pierde, cuanto más avanza, capacidad para sorprender.

UNA MENTE MARAVILLOSA

Director: Ron Howard. Intérpretes: Russell Crowe, Ed Harris, Jennifer Connelly, Paul Bettany y Adam Goldberg. Género: Drama, EE UU 2001. Duración: 134 minutos.

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La sabida inclinación de Howard a hacer trampas con la imagen se ve en la cuquería con que da carta blanca a Russell Crowe y le invita a tomar a saco la plena posesión de la pantalla. El superdotado gesticulador australiano -con las espaldas mal cubiertas, pues es el primero en saber que ha ganado un oscar por una interpretación hueca y mecánica de la hueca y mecánica Gladiator- es un eficaz demagogo, pues sabe fingir violencia y exagerar bajo cuerda, sin dejarlo ver, creando la falsa impresión de que mueve registros de alta carga de profundidad, cuando en realidad no pasa casi nunca del juego de un hieratismo estatuario roto de pronto por un estallido gestual cargado -a la manera de Marlon Brando, pero de forma agolpada y sin su dominio de la pausa- de electricidad barroca. Crowe da aquí rienda suelta al abuso de este juego y lo hace sin humor ni gesto autocrítico. Vive un momento profesional dulce y esto le hace dueño de una bula, por lo que en Una mente maravillosa Howard le da demasiadas carambolas hechas que él acepta como cosa natural.

Howard no regala a Crowe estas carambolas por generosidad, sino porque con ellas resuelve el lado difícil de la película por la vía infalible de lo fácil, de lo mascado y predigerido; y pone un barniz de hondura allí donde sólo hay superficies. Un asunto tan delicado como representar desde dentro la demencia del matemático John Nash, premio Nobel en 1994, es una tarea que pide jugar limpio y con cartas boca arriba. Pero Howard lo hace con cartas boca abajo y marcadas, enrolando en su timba a un Crowe que no rechaza la trampa, y juega.

Esta prestidigitación consiste en mezclar con seres reales -sin delimitar dónde comienzan unos y terminan otros, en un promiscuo y rentable barullo de cruces de puntos de vista- los fantasmas interiores, tramposamente exteriorizados por Howard, que su esquizofrenia crea en la mente de Nash, lo que exime a Crowe de transmitir, a piel y a pelo, sin más armas que las del talento desnudo, las esquinas sombrías de su alma. Y todo, incluso la buena lágrima final, se hace fácil en esta película difícil, drama de una vida vivida que se sufre bien, aunque al final es reiterativo y se escora hacia lo solemne y lo cargante.

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